lunes, 18 de mayo de 2009

¡BENDITOS MANDAMIENTOS!...

Pude comprobar en mi infancia cómo la voluntad de cumplir con los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia podía colocarle a una en una situación comprometida. A mí me pasó una vez al menos. Con el cuarto. Aquél que hace referencia a la obediencia y respeto a nuestros mayores y que éstos centraban el interés en resaltar lo primero creyendo tal vez (craso error) que lo segundo vendría por añadidura.

En el Colegio era un salvoconducto para las monjas frente a las alumnas rebeldes aunque no siempre les permitía obtener los resultados pretendidos. Sin embargo, con quienes funcionaba con efectividad era con aquéllas que, como la que suscribe, no necesitaban máximas, advertencias o recomendaciones al respecto. Ya que el propio rigor del contexto me amedrentaba de tal forma que surtía el efecto de anular, no mi capacidad de pensamiento, pero sí cualquier intento de llevar adelante iniciativa alguna que no fuera demandada o sugerida por la monja o superior de turno.

Fui una niña dócil en las formas. Y vulnerable. Mi pensamiento navegaba entre las aguas del pensamiento familiar, republicano y reprimido, y las bañadas por el nacional catolicismo, canalizado sin deriva alguna en el Colegio, más que la que provenía de su propia canalización.

Mi toma de conciencia de la realidad siempre fue mayor que la capacidad para generar recursos que pudieran servir como mecanismos de defensa de la misma. Tal vez eso daba lugar a una distorsión importante que desajustaba la realidad hasta límites insospechados por los adultos responsables de mi educación. En semejante marejada viví la siguiente anécdota.

Curso 1960-61. . Siete años para cumplir ocho en Julio. Cursaba estudios de iniciación (así recuerdo que los denominaban), previos al Ingreso, curso que daba acceso al Bachillerato Elemental.

Un buen día, en el aula en la que yo estaba, entró la Madre Luisa. Su irrupción en el recinto suponía la inmediata entonación de un saludo al unísono por nuestra parte, mientras nos poníamos en pie como signo de especial respeto o reverencia. Era la Madre Superiora. Entonces se llamaba así a la máxima autoridad en la Comunidad Religiosa y estaba exenta de impartir clases. Tenía más bien un trabajo de supervisión y control. Y se encargaba de presidir la entrega de las notas mensualmente e imponer las medallas (al esfuerzo, al mérito, a la victoria o la medalla de honor) que lucíamos en el uniforme durante un mes hasta la próxima entrega. Cabía la renovación y el mantenimiento, o el cambio. Éste podía llevar incluso a la pérdida de la misma si aparecía algún suspenso en la cartilla escolar. Pues bien. Entró y se dirigió directamente a la Hermana Francisca, nuestra tutora de entonces. Después de intercambiar con ella unas breves palabras, se dirige hacia dónde yo estoy sentada y me pide que salga de clase un momento.

Lo hice con el corazón encogido y, a la vez, latiendo a ritmo incontrolado. Me imagino pálida y desencajada. No tenía conciencia de haber hecho nada reprobable. Pero la sola presencia de aquella mujer ya te helaba la sangre. Un hábito negro que sólo dejaba ver las manos y un rostro alargado en el que destacaba una mirada fría y severa. La tez exageradamente blanca y la sonrisa ausente. Nunca reía ni sonreía. Al menos yo nunca presencié esa suerte.
Ya fuera de clase, en aquel pasillo ancho de altos techos, suelos de madera oscura y reluciente, con las paredes pintadas de verde caído, y ausencia total de ruidos, a pesar del alineamiento de aulas, que supuestamente albergaban vida, en una de las paredes que flanqueaban el pasillo, se dirige a mí con un tono de voz muy bajo y una sutileza que yo entonces no captaba o confundía con buena voluntad.

Después de hablarme sobre mis “lindezas”, enumerando las estupendas características que definían mi personilla, me dice lo que debo hacer cada día, cuando, en misa, acuda a recibir la comunión: ¿Qué cosa…?. Pues muy sencillo. Pedirle a Dios con fe que me concediese vocación para formar parte del ejército de monjas carmelitas. ¡Casi me da un pasmo!.

Conflicto. No tenía yo interés alguno en ser monja. Pero el cuarto mandamiento decía que debía obedecer las órdenes de mis superiores. Tenía pues que cumplir y realizar el pedido. Pero ¿y si el Señor me concedía la solicitud…? “Todo aquello que pidáis con fe os será concedido”, frase que retumbaba en mi interior pequeñito. Me vi en tal encrucijada que opté por tomar una decisión que, aparentemente, me solucionaba el problema sin incumplir mandato alguno: a partir de entonces no iría a comulgar.

Y así lo hice unos días en los que la ansiedad no sólo no desaparecía sino que iba en aumento. Ya que la medida aplicada me producía efectos colaterales. La Madre Luisa y el resto de la hermandad carmelita verían que no acudía a comulgar y querrían averiguar cuál era la causa. Tal vez, otra niña en mi situación, no se habría complicado para nada. Pero a mí siempre me hacía pensar lo que me decían. Y a algunos adultos los tomaba por algo serio… Cosas…!

Como en otras ocasiones me salvó mi abuela. Notó que algo pasaba. Me preguntó. Y una vez conocida la causa de mi desasosiego (lloraba por las noches), me dio órdenes para que siguiera yendo a comulgar si quería hacerlo. Y, por supuesto, estaba exenta de hacerle ruego o pedido alguno al Señor.
En esta ocasión di cumplimiento al cuarto mandamiento con plena satisfacción.

Con abuelas como la mía sobraba el “Séptimo de Caballería”.

(Karen Dinesen)

6 comentarios:

belijerez dijo...

Karen, amiga, como se nota que somos casi de la misma quinta....jejejejeje.
Anecdotas igual tengo yo, Ya te la contaré.

(Enhorabuena, ya te publican)

Besitos. Bely.

Gilmore dijo...

En mi caso,teniendo la misma base católica y republicana,mi "educación" ,por suerte o por desgracia(no lo tengo muy claro)consistió en un "vive como puedas" que no "como quieras".
También tenía yo siete años,cuando la hermana Cruz me ordenó poner una flor junto a una imagen de la Virgen,dijo que cada día que fuera buena podría poner una flor fresca y acercarla al corazón de la Virgen,pero si al contrario era "mala"(no dar limosna,no limpiar bien el pupitre,protestar, etc...),en ese caso no podría cambiar la flor y tendría que ir alejándola.Cuando terminó el mes de mayo,la hermana Cruz llamó mi atención,pués no sólo mi flor estaba seca,además, de tanto alejarla ,se había salido del forespán que servía de soporte a las flores.
¡Siempre estuve orgullosa de mi hazaña!.

Karen Dinesen dijo...

Gilmore,¡¡ye que salise del forespan...!!. En mi época poníamos una foto.La mía, siempre pegadina a la imagen.¡Ay, el mes de Mayo!Llevábamos flores a María y a porfía, sin saber si tenían algún parentesco entre "ellas"...(jejeje).¡Dios, qué años!
Un besín.

miner dijo...

Muy bueno. Menos mal que tu tenies una guela nada "normal" pa los tiempos que corrien, porque si ye otra te hubiera animado a ser monja.
A mi el mes de mayo me gustaba por el olor de les flores y por lo poco que quedaba pa les vacaciones.
A los capuchinos(hay que buenos son que nos llevaban de excursión) nos llevaban a los del colegio los Campos.
Un saludin

Alipio dijo...

Resolviste el conflicto de manera satisfactoria. Yo recuerdo haber llevado alguna hostia y no por faltar precisamente a los mandamientos; pero en aquella época, en los colegios religiosos, había más disciplina que en la mili y la madre superiora o el rector eran casi como Dioses.

Saludos

Karen Dinesen dijo...

Bely¿por qué no nos cuentas las anécdotas en tu blog? Yo estoy pensando en hacer un monográfico...
¡Anecdotario escolar!

Miner, ni güela, además de ser como se dice por ahí, "una adelantada a su tiempo", era una persona muy especial.O así lo veo yo al menos.Era una "quitapenas", leñe!!

Alipio, ya siento que hayas recibido hostias no sólo bajo el acto de la comunión.Entre las monjas no se llevaba lo de "hostiar". Solían actuar con más sutileza, como monjas y como mujeres. Que ambas condiciones juntas dan para mucho...(jeje)