sábado, 22 de agosto de 2009

BARETO



Diez meses antes de ser agraciada con el gallo, en el albor del mes de Septiembre, mis padres se prometían amor eterno mediante el sagrado y, por entonces, indisoluble vínculo del matrimonio, después de un largo noviazgo.

Mi madre que, al igual que yo, con frecuencia da por cierto lo que imagina, siempre dijo que el detonante para que mi padre decidiera, por fin, matrimoniarse, había sido la reciente muerte de mi abuela paterna. El desamparo en el que supuestamente se encontraba tras el deceso de su madre, viuda republicana, al ser él el último de siete hermanos, y también el último en permanecer en casa, le habría proporcionado el impulso necesario para buscar refugio alternativo en los brazos de mi madre. O al menos eso decía ella. E hízose la luz.

Comenzaban un periplo juntos, que no solos. Al carecer de recursos suficientes para sostener lo que supondría el alquiler de una vivienda, pasaron a compartir durante tres años el techo de mi abuela materna.

Ésta, mi abuela, se había adelantado a mi madre unos meses, abandonando su estado de viudedad y casándose en segundas nupcias con Bareto.

Bareto, de quién ignoro el origen del sobrenombre, merece capítulo aparte. Nunca le llamé abuelo, ya que nadie me lo presentó como tal. Pero él, que adoraba a mi abuela, hizo las veces de abuelo como el mejor. Era divertido, charlatán, trabajador incansable y dotado de una socarronería que había adquirido en su dilatada trayectoria vital, repleta de experiencias a pesar de llevar solamente 40 años encima cuando se casó con mi abuela. ¡Olé los 50 de mi abuela! Y no. No la acusaron de corrupción de menores. Entre otras cosas porque Bareto debió ser viejo ya en su juventud. Ni físicamente era perceptible la diferencia de edad.
Desde que tengo conciencia de su existencia le recuerdo cantando zarzuela mientras se aseaba. Hacía chistes de cualquier nimiedad. Y le encantaban los tangos. “Garufa” era uno de sus preferidos. Y pienso que se miraba en su espejo para disfrazarse de domingo…

No llevaba polainas pero sí se iba “p’al centro de rompedor”. Peinado siempre con el cabello echado hacia atrás hasta el final de sus días. Traje de chaqueta milrayas, impecable. Chaleco, corbata y gemelos en los puños de la camisa. Hablaba de sus años jóvenes en el Parque Japonés, porque también en Gijón, desde dónde llegó hasta mi pueblo escapado al final de la guerra, había un lugar de diversión bajo ese nombre. Cual Garufa, estaba igualmente dispuesto a bailar “la Marsellesa, la Marcha a Garibaldi o el Trovador”. Eso sí. Después de haber pasado por el chigre en busca del limpiabotas para hacerse limpiar los zapatos mientras tomaba un caldo sentado en el taburete y acodado en la barra del bar que, a esas horas tempranas de la mañana, tenía un característico olor a limpio, mezclado con el del caldo que procedía de la cocina y restos de sidra que se negaban a salir del fondo de los recipientes sobre los que se escanciaba. El serrín del suelo aún se mantenía seco y disperso, cubriendo toda la superficie.

Y charlaba animadamente con el chigrero mientras el “limpia” iba colocando los naipes de la baraja entre el zapato y los calcetines para evitar posibles manchas de betún que extendía sobre la superficie de los zapatos con ayuda de una esponja y una destreza que parecía desarrollar con estudiados movimientos, para pasar después a sacarles el brillo con el paño que sujetaba con ambas manos por los extremos, manejándolo hábilmente con agilidad. Remataba la faena pasando el cepillo alrededor del zapato en uno y otro sentido, para acabar finalizando con un par de toques cruzados sobre la parte que cubre el empeine.

Todo esto lo sé porque en los primeros años de mi infancia le acompañaba en su salida de mañana dominguera. Después de este ritual inicial nos acercábamos hasta la Iglesia Parroquial para buscar a mi abuela que salía, espléndida, de la misa de las doce. Y juntos, los tres acudíamos a tomar el vermú, que en mi caso se concretaba en un refresco de Orange.
Karen Dinesen


P.D. Otro día, más.



5 comentarios:

miner dijo...

Si, si, eso, otro día más y, no digo que mejor, porque eso contigo ye...posible.
El Japones, era un baile que había en la calle Asturias, mis padres iban a bailar allí.
A Bareto le gustarían los bares, de ahí el sobrenombre.

Un saludin

belijerez dijo...

Haces prosa preciosa, disfruto de tus palabras como del sexo, pleno rebosante... cotidianamente explendido.

Tu Bareto me desbordó.
Besos azules desde la Bahía de Bolonia.

MARY dijo...

se nota que vienes con les piles a tope, buenísima la entrada jejeje.....ya te echábamos de menos

marydè dijo...

Si yo fuera un "Regista" prepararìa la escena en un momento, tan clara es tu narraciòn...!!!

Karen Dinesen dijo...

Miner...asoma tu dimensión cotilla por un rincón del alma...
Saludos a ti también y a Mary.
Miner, lo de los bares ye una hipótesis. Creo que estoy a tiempu de averigualo. Ya te contaré.

Me alegra que te lo pases bien leyendo la entrada, señora.Gracies, Mary.Salud.

Gracias Bely!! A ver si mi prosa inocente va a llegar a competir con la de la Sonrisa Vertical!!jeje
Gracias por tu ánimo. Lo que te provoca ese estado casi orgásmico es tu descanso en la más bonita playa de esa costa. Eso dicen quienes la conocen.Un abrazo. ¡Y disfruta de esa bahía!!

Marydé: Cuando escriba el libru del que, con toda seguridad, harán una "peli", serás designada "Regista". Un abrazo.