jueves, 10 de septiembre de 2009

EL ENCANTO

Mientras mi madre, en compañía de mi hermano Luis, disfruta de su trayecto marítimo, en un barco mercante que disponía de camarotes para pasajeros, como si de un crucero se tratase, yo continúo descubriendo el mundo en el reducido, y extenso a mis ojos, entorno del pueblo con la ayuda de los tres pilares que apuntalan mis vivencias, entre el mundo exterior y el que se encerraba entre las paredes de la vivienda que aún habitábamos en las inmediaciones de El Encanto.

La casa en que nací, y en la que vivimos hasta haber cumplido yo los cinco años, formaba parte del grupo de casas conocidas como las de Don Obdulio.

Don Obdulio era una mezcla de prócer y cacique desconchado a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero sobretodo, era rico. Y el dueño de las viviendas en su época. En una de ellas vivía su chofer, Higinio, a quién dejó en herencia la “urbanización” al completo y de la que éste se convirtió en propietario ya antes de que mi madre naciera. Sin embargo, Higinio no consiguió cambiar la denominación de sus propiedades, que siguieron siendo para siempre las casas de Don Obdulio.

Eran casas de dos plantas y tres viviendas. Una de ellas en la planta baja con acceso desde el interior del portal, y otras dos en la primera planta, a la que se llegaba por una escalera de madera. Ocupábamos nosotros la situada en la izquierda de la planta alta. Enfrente teníamos como vecinas a dos hermanas solteras y jóvenes, aunque ya cerca del límite de edad para ser consideradas fuera de competición como casaderas. Maruja y Mercedes vivían en compañía de su madre, Aurora. No siendo lo que se dice la alegría de la huerta, contribuían a hacerme agradables los breves encuentros que mantenía con ellas. Pero yo disfrutaba especialmente cuando me tropezaba con José Antonio, el hijo de Elvira y del afilador, que vivían en el portal contiguo al nuestro. José Antonio era dos años mayor que yo y siempre nos referíamos a él, incluso ya crecido, como Nené; sobrenombre con el que yo le bauticé en mis balbuceos iniciales, mientras me mantuve en el umbral del uso de la palabra.

Las casas de D. Obdulio se alineaban en un lado de una calle que comenzaba en el casco urbano y finalizaba en el punto en que se abría una carretera flanqueada por enormes y hermosos álamos que conducía a la capital. Nuestra casa se situaba, en el marco de ese alineamiento, a la altura de un cruce que se formaba debido a la convergencia de otras calles que tenían allí su confluencia. A la altura del mismo, justo enfrente de mi casa, se encontraba un chalet de estilo indiano, con su palmera y todo, en el centro de una gran finca de bellos jardines rodeados por un muro amarillo de baja altura, sobre el que se alzaba una verja pintada de verde que permitía ver el interior de la finca a través de los laureles plantados por dentro, alineados a la pared. El portón de acceso era asimismo un enrejado forjado en metal, lo que facilitaba contemplar la casa en todo su esplendor. Su nombre: El Encanto. El gusto refinado de sus dueños para sacarlo del anonimato, fue lo que procuró tan encantadora denominación a la zona en la que se encontraba ubicado, saltando el nombre las verjas y salpicando a las casas de D.Obdulio.
Fue allí, en las casas del Encanto, dónde empecé a dejarme seducir por todo lo que llevase aroma a encantamiento. Que en esa época y a mis pocos años era casi todo; ya que mi abuela, mi tío y Bareto funcionaban como un trío detector de agentes contaminantes, impidiendo toda intoxicación que no llevase un sello familiar. Y los tóxicos de casa, ya se sabe, son menos tóxicos si van envueltos en el cariño que iban los míos.

Mi madre comenzaba a vivir su época dorada pateando las calles de las ciudades en cuyos puertos hacía escala el Dómine, enfundada en sus pantalones blancos tobilleros y su jersey a rayas de escote barco, mientras yo acompañaba a Bareto en las tardes soleadas de principio de verano hasta un río próximo a casa. Recorríamos la estrecha vereda entre los árboles que bordeaban la ribera y los maizales, hasta un lugar en el que el río hacía un remanso: El Pocín.

Allí, después de poner en el suelo su cajón de pesca, se disponía a montar la caña, hecha de trozos de cañavera que iba ensamblando y haciendo cada vez más larga. Del extremo superior colgaba la tanza o hilo que llevaba enrollada, junto con la plomada, en una pieza de madera con forma ahormada. Al final del hilo enganchaba el anzuelo, después de seleccionar cuidadosamente cuál era el apropiado para las pretensiones. Sacaba del interior del cajón una caja redonda de lata cuya función, aquélla para la que fue creada, había sido anteriormente la de servir de envase a la cera abrillantadora de madera. Ahora estaba llena de gusanos y arena húmeda que había recogido entre los lodos cercanos a la orilla de la ría: “xagorra”, llamaba él a lo que le iba a servir de cebo.

A lo largo de este proceso pasaba de permanecer de pie mientras montaba la caña, a sentarse sobre el cajón para colocar anzuelo y cebo. El cajón, que transportaba al hombro, estaba hecho en madera y tenía la forma de un tronco de pirámide de bases rectangulares. Era lo suficientemente amplio como para poder sentarse sobre él. La tabla que lo tapaba tenía un agujero en cada uno de los extremos que, junto a los realizados en las caras que cerraban el cajón por los lados, permitían el paso a una cuerda gruesa anudada en la parte exterior de los laterales para evitar que se soltase. Cuando alguna pieza caía, después de desengancharla del anzuelo agarrándola con fuerza para evitar que se escurriese, se incorporaba, levantaba la tapa que le servía de asiento y…¡ adentro! Durante un ratito, breve eso sí, sentías al pez golpear contra las paredes del cajón dando sus últimos coletazos. Volvía de nuevo a repetir el ritual de enganchar el cebo, lanzar la caña para que se fuese todo lo lejos que la plomada permitía, y sentarse. Me pedía que de vez en cuando mirase el hilo a ver si se movía por si algún pez picaba mientras él, sentado de nuevo sobre el cajón, retomaba la lectura de alguna novela de Marcial Lafuente Estefanía, y yo volvía a “Los viajes de Gulliver” asentando mi trasero en el suelo y cruzando las piernas mientras el sol del atardecer nos rozaba suavemente.
Karen Dinesen

7 comentarios:

belijerez dijo...

Ya decía yo de dónde te viene tanto "Encanto"???????

Esta descripción demuestra que nacistes "marcada", llena de talentos.

Te dejo mis besitos, guapaaaaaaa.

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

Lo dicho

miner dijo...

Te lo digo de verdad, el relato precioso.
Lo de la xagorra, nosotros lo llamábamos Xorra que.
Me gustaría ser chófer de don Obdulio.

Muy guapo, un saludín

miner dijo...

La Xorra sin que.Sólo Xorra, macizu... Eso de empalmar les vares de la caña también lo hacíamos nosotros, niños de la calle, pero para pescar muiles en el rio Piles, que ye el Amazonas de Gijón.
Menudu rollu que me monté pa decite lo de: queeeeeeee.

Un saludín

Karen Dinesen dijo...

Gracias a los tres.
Se te echaba de menos Miner!

miner dijo...

Yo la verdad, ye que también me echaba de menos, que quies qe te diga, no me encontraba como Dios.
Encuentrome mejor como Miner.
¡Ala Encanto, sigue contandonos estes histories tan guapes!

belijerez dijo...

Miner, si es que Dios no existe, o al menos no lo vemos, jomio. Yo prefiero las risitas del Miner, que además se quemó un poco en el Peregil el dios de los dioses.