lunes, 26 de octubre de 2009

EL VERANO


El verano era la estación más larga del año. Así me lo parecía. Tal vez porque el horario que mi abuela establecía daba lugar a diversas y abundantes actividades que para mí tenían todas una dimensión lúdica. Incluso el hecho de acompañarla a la compra era novedoso si lo comparaba con mi rutina escolar. También tenía cierto carácter rutinario pero disfrutaba del aire en los desplazamientos, de la cháchara que se formaba en las tiendas mientras esperábamos que nos atendiesen… En fin. Nada que ver los madrugones del invierno con los del verano.

Mi abuela era, lo que se dice, muy madrugadora. Cada día, al levantarme, ya tenía preparada la ropa para vestirme. Era ella quién hacía muchos de mis vestidos. Porque mi abuela ejerció de modista en su viudedad. Recuerdo haber visto, entre papeles de los que se guardan en la caja de las cosas aparentemente inútiles pero de las que el aprecio no te deja desprenderte, una tarjeta de las llamadas de “visita” que no sé por qué se llaman así. Era blanca con los bordes negros en señal de luto. En ella figuraban su nombre, Victoria, y apellidos. Debajo, el nombre de mi abuelo al dejar constancia de su viudedad como “Viuda de”. Y, por último, en una tercera línea entre paréntesis, aparecía la profesión de la que ella se dotó sin pedir permiso a nadie: modista. Que para eso era habilidosa y tenía una Singer.

Parece ser que en este afán estaba el día que, habiendo ya fusilado a mi abuelo, entraron triunfantes las tropas nacionales en el pueblo. Algunos soldados iban en avanzadilla llamando a las puertas para hacer salir a la gente a la calle y formar filas de aclamación al heroico convoy militar. Vivía entonces, en compañía de sus dos hijos, en la planta baja de una casa de dos plantas que hacía las veces de vivienda y de taller de confección. No entro al detalle. Basta con decir que bajo los improperios de mi abuela, con un caldero en mano que usaba como arma arrojadiza, no tenían suela suficiente las botas de aquellos militares para imprimir velocidad a su carrera en la huída. Así lo contaban quienes fueron testigos del hecho.

Y es que mi abuela tenía tanta simpatía como endiablado genio. Usaba una y otro según exigiesen las circunstancias. Y ese mismo genio con humor hacía la función de un generador de energía. Quería hacer muchas cosas a lo largo del día y para ello había que levantarse temprano. Después de las labores de aseo y de haberme vestido, la tortura del desayuno (yo era lo que decían “muy mala comedora”) se hacía menos al no tener que asistir al Colegio.

Salíamos prestas. Yo colgada de uno de sus brazos del que colgaba también el bolso, y ella con la bolsa de la compra y la lechera en el otro. La primera visita, a la lechería de Ricarda. Aunque allí dejase la lechera para recogerla al final del itinerario. Después a la tienda de Jaime, que nos ofrecía pan y todo el surtido de una tienda de ultramarinos. A la carnicería para comprar hígado para encebollar, un cocido, carne picada para albóndigas o filetes rusos, pollo, carne para guisar….Los únicos filetes que recuerdo eran para empanar. Las chuletas que entraban en casa eran de cerdo. Y no era que en casa hubiera problemas de fobia con la ternera. Nada de eso. No estaban al alcance, me temo. Pero mi abuela preparaba el cerdo con una salsa de pimientos para relamerse. Ella se encargaba de cocinar como los ángeles y organizar la dieta de cada día. Los miércoles tocaba pote de verduras. Aquello sí que era una tortura. En otra ocasión os lo cuento.

Y, por si acaso, me hacía tomar cucharadas de aquel líquido de aspecto lechoso contenido en una botella con tapón de rosca, en cuya etiqueta se leía: “Calcio 20”. Eso además de incluir en algún desayuno una yema de huevo con azúcar y unas gotas de Sansón. No había pescaderías en el pueblo en aquella época. Había que esperar al miércoles, día de mercado, para que las pescaderas de puertos pesqueros cercanos instalasen su oferta en unas mesas de granito construidas, a tal efecto, en un lugar de la plaza. Pues bien, después de llenar la bolsa, deshacíamos lo andado para ir en busca de la leche y vuelta a casa.

Llegábamos a una hora lo suficientemente temprana para darme tiempo a disfrutar del resto de la mañana jugando en la calle. No sin antes ponerme el delantal a cuadros o rayas, con canesú, cuellos redondos y botonadura trasera, que mi abuela me colocaba encima de la ropa con la finalidad de evitar mancharla. Y el tiempo discurría feliz entre juegos y charlas.

La llamada de mi abuela desde la ventana, como el canto del muecín, marcaba los tiempos cuando me encontraba fuera de casa. La hora de comer…la merienda... Dentro, ya se encargaban de ello las sintonías de los programas de radio. Una Marconi amarilla con los mandos de color madera que reinaba en la casa, entronizada encima del armario de la cocina.

Las tardes transcurrían entre las visitas a viejas amistades de mi abuela, cuidar los pensamientos y las dalias en el patio de la casa de mis padres, o volver a jugar de nuevo en la calle mientras ella se sentaba con Wences, la abuela de Orlando, a coser a la sombra de un nogal cercano. Algunas veces íbamos a la ría y, mientras ella miraba desde la orilla metiendo sus pies en el agua, yo me daba un remojón. Una vez fuera se encargaba de secarme bien, eliminando todo resto de humedad que pudiera afectar a mis anginas, y, ya vestida y “merendada”, nos dedicábamos a recoger manzanilla entre la hierba de los prados ribereños a los que la subida de la marea no alcanzaba.

La vuelta a casa, recorriendo el ancho camino flanqueado de pláganos hasta enlazar con la calle que nos llevaba directamente hasta casa, no significaba la antesala del final del día. Si el tiempo lo permitía aún bajaba a la calle después de cenar para, ya cerca la anochecida, jugar un ratito al escondite, sentarme en la acera bajo la luz de la farola viendo revolotear mosquitos, polillas o ciervos volantes hasta que mi abuela con su llamada desde la ventana advertía, ahora sí, que el día fuera de casa tocaba a su fin.


Subía las escaleras corriendo, viéndome ya en la cama con los brazos sujetando el cuento por encima del embozo de la sábana. Trasladada en tiempo y espacio a otro escenario, no por ficticio menos ilusionante, iniciaba el tiempo de transición hasta el día siguiente sumergida en la ensoñación. Entretanto mi tío trataba de ponerse al día de lo acaecido en nuestro país en materia de política, aguzando el oído para escuchar las noticias que llegaban de Radio París o La Pirinaica entre aquel mar de interferencias que salían de su receptor. Bareto posiblemente estaría intentando sintonizar el suyo en su habitación de la Fonda del Bar Nevada; su hogar provisional mientras realizaba el trabajo en Sondeos, en Gijón.Y mi abuela increpando a mi tío para que bajase el volumen de la radio.Que las paredes oyen...

Karen Dinesen

6 comentarios:

miner dijo...

Que bien cuidó tu "güela" los "pensamientos" y las Dalias.
Vaya como presta lo que escribes. El sustituto de la carne de ternera era el "Bovril", que mal sabia, nos lo echaban en la sopa.
Un saludín

MARY dijo...

que lujo haber tenido una abuela así...yo a la mía solo la disfrutaba en verano, y que veranos, eternos como tu dices...la mía los martes y los viernes nos daba en ayunes anís de guinda contra " les lombrices ", no se si valdría para algo pero que "despertar mas dulce",que bien que vuelvas a estar en forma.....

Karen Dinesen dijo...

¡¡Cómo me presten vuestros comentarios, Miner y Mary!!
Son aportaciones interesantísimes que ayuden a completar el recuerdu (como el casu del Bovril, Miner) o a enriquecer el escenariu de la época con el anís de guindes contra les lombrices de la güela de Mary.
Abrazos pa los dos.
(El lujo, Mary, fue poder disfrutala...)

belijerez dijo...

Tu gripe ha sido L, de literatura, de "ele que arte", de lo bien que estas, en fin de ole mi niña!!!!

Besos. Te quiero.

Karen Dinesen dijo...

Gracies, Bely. ¡No podíes faltar!

marydè dijo...

Yo que no soy una gran lectora me encantan las narraciones de Seronda, tan reales y verdaderas. Coinciden mucho con mis recuerdos...que provienen de la misma zona...les gueles asturianes dejan un buen rastru..y les de esa època màs aùn. BBSS.