martes, 8 de diciembre de 2009

DÍAS DE VERANO II



El juego en la calle era el mejor regalo. No alcanzo a comprender hoy cómo daban para tanto los días. Bien es cierto que el recuerdo me trae los juegos en un mismo ovillo que seguramente íbamos deshaciendo por etapas día a día.

Y así, algunas mañanas las ocupábamos jugando a “las mamás” en el marco de una “casa” hecha con las cajas de madera que nos daba Mari la frutera después de haber cumplido con su cometido de contener las frutas que durante el día vendía en su puesto de la plaza. Y los pétalos de las margaritas silvestres eran muy apreciados para hacer preparados culinarios que acompañábamos del zumo obtenido machacando los frutos del saúco para hacer “la comida” que hábilmente preparaba Pili, Tere o yo misma si nos tocaba ese día representar el papel de la mamá.

Y aún quedaba tiempo para jugar a la “comba” : “Quisiera saber mi vocación: soltera, casada, viuda, monja o enamorada…”. Eran éstas las posibilidades que nos brindaba la época mientras saltábamos la cuerda acoplando el ritmo de los saltos al de la canción. No era la única. Competía con “El cocherito, leré”, “Al pasar la barca me dijo el barquero” o “Madre e hija fueron a misa, se encontraron con el marqués…” Ignoro si las letras de algunas de ellas son causa o efecto de lo que éramos en aquel medio que contribuyó a ser lo que somos. Pero por encima de todo éramos felices.

La rasa era otro de nuestros juegos preferidos. Buscábamos una piedra plana para poder desplazarla bien, con el pie de casilla en casilla. Las mejores eran los trozos que nos regalaba el padre de Raquel que trabajaba en una marmolería. También eran piezas valiosas las cajas de betún. Redondas, de hojalata y ligeras. Una vez vacías las llenábamos de pequeñas piedrecitas para que adquiriesen peso y poder controlar mejor el tiro.

No eran estos juegos exclusivos de niñas. Siempre había algún voluntario dispuesto a compartir con nosotras nuestras aficiones. Y a la inversa. Yo disfruté muchísimo jugando con ellos a las canicas y a las chapas. Me encantaba jugar a las canicas. Al triángulo. Lo dibujábamos en el suelo, ya que la calle estaba sin asfaltar, y colocábamos las canicas en los vértices. Si el número de jugadores era de más de tres, estaba permitido colocarlas en algún punto de los lados del triángulo. Era sencillo reinventar la normativa del juego si las circunstancias lo requerían. Mi abuela me compraba las primeras, para poder competir, en la tienda de Enrique “el Roxu”. Unas eran de barro con una capa de color que iba desapareciendo en la medida que el uso desgastaba la superficie, y otras, de cristal con vetas coloreadas. Éstas tenían más bien una función decorativa, aunque yo a veces las empleaba para el disparo. El control de la fuerza en el mismo y mi buena puntería hacían aumentar deprisa el número de canicas que yo guardaba en una bolsa de tela de cuadros azules y blancos que mi abuela me había confeccionado para poder llevarlas sin que me incomodasen. Los niños con los que competía las llevaban en los bolsillos de los pantalones. Aquellos pantalones cortos que les permitía exhibir las heridas de guerra, dejando al aire los machacones de las rodillas y rozaduras varias, fruto de algunos juegos sobre los que yo tenía prohibición expresa de mi abuela para jugar, dada la brutalidad que ella percibía en los mismos y, en consecuencia, no estaba dispuesta a exponer mis huesos y mis escasas carnes. Pero para las canicas y las chapas no ponía mi abuela reparo alguno.


Y así , como mi abuela era la máxima autoridad familiar a la que debía obedecer, me permitía su bula contravenir los dictámenes que en materia de juegos nos transmitían las monjas. Porque en el Colegio se hablaba de juegos de niños y juegos de niñas. Mi abuela no hacía, afortunadamente, semejante distinción. Sólo ponía los límites en función de los riesgos para mi integridad física. Y las canicas no parecían suponer una amenaza. Así que paseaba con mi bolsa de cuadros por el barrio dispuesta a entrar al juego si se daba la ocasión. Los niños disparaban con bolas de metal que adquirían en los talleres mecánicos. Y, aunque partían con ventaja, yo no me amedrentaba. Con destreza compensaba la posición ventajosa de partida.

También disfruté muchísimo con las chapas. Era un juego muy, muy entretenido. No tenía yo la misma habilidad que los niños para “cargarla”. Era necesario ponerle lastre para hacerla más pesada y poder ejercer sobre ella mayor control al dirigirla en el disparo, empujándola con el dedo medio o el índice después de haberlo presionado con el pulgar haciendo pinza. Rellenarla era todo un rito. Cubríamos el fondo de la chapa con uno de nuestros cromos preferidos. Los futbolistas eran los más solicitados por los chicos. Pero también podías poner un recorte de un tebeo, por ejemplo. Lo mejor, creo yo, era utilizar alguno de los cromos repetidos de la colección del momento. Los había de animales, de plantas, de las películas de Marisol…

Lo complicado para mí era recortar el cristal. Nunca conseguí, como ellos lo hacían, obtener un cristal circular. El mío siempre quedaba en un polígono irregular en el mejor de los casos. Así que tenía que utilizar la masilla para fijarlo en los bordes de la chapa de manera que cubriese también los huecos que, inevitablemente, quedaban. El dibujo del fondo no quedaba muy lucido pero la chapa quedaba con una apariencia aceptable y válida para el juego.

Después a pintar con tiza el recorrido sobre la acera. A veces incorporábamos al mismo, un trozo de la parte de terreno que rodeaba los jardines del pilón, y que estaba cubierta de gravilla. La misma que se nos incrustaba en las rodillas en las múltiples caídas que sufríamos. El tramo del terreno lo marcábamos con la ayuda de un palo. Tenía más aliciente el itinerario, ya que había que hacer saltar la chapa salvando la altura de la acera y procurar que no saliese de los límites del recorrido marcado.

Y así, entre cuerdas, chapas, canicas, el bote, el corro, policías y ladrones, y paseos en bicicleta o competiciones de patines en la carretera general, apenas transitada por vehículos que no fueran nuestras propias bicis, discurrían aquellos largos y felices días de verano. Aderezados con el pan con chocolate, con dulce de membrillo mezclado con queso o simplemente untado el pan con mantequilla cubierta con una capa de azúcar. Bocados que constituían los menús de nuestra merienda.

El carro de los helados, que todos los días nos visitaba, interrumpía nuestros juegos para acudir a comprar un corte de chocolate o uno de aquéllos de vainilla que salían del molde del heladero. Era un carrito de madera pintado de azul con dos sendos recipientes incrustados en la parte superior. Uno de ellos contenía los cortes y los polos. El otro estaba repleto de helado de vainilla que el heladero extraía con ayuda de una especie de pala plana. En un molde rectangular, cuya base retrocedía manualmente hasta un tope, dependiendo del precio, colocaba una galleta de barquillo sobre la que echaba masa de helado con ayuda de la paleta para cerrar la operación colocando otra galleta idéntica sobre el helado depositado en el molde. Hacía volver la base a su posición inicial, y ¡listo! La sola visión hacía que nos relamiésemos antes de hincarle el diente.

Era este un momento para tomarse un descanso y aprovechar para hacer una visita a las abuelas que descansaban sentadas bajo el nogal (Orlando y yo teníamos abuela) o a la casa familiar. La abuela de Orlando no perdía la ocasión para comparar nuestro desarrollo en altura, con una solicitud obligada para que nos colocásemos uno al lado del otro y poder comprobar la evolución que cada uno de nosotros seguía. Después nos marchábamos corriendo mientras ellas quedaban comentando la desazón que ambas sufrían para poder alimentarnos. Para su sufrimiento, no era la gula uno de nuestros pecados…

Karen Dinesen




P.D. Siento no poder poner la referencia de la página web de la que extraje la fotografía. Ayer no tuve la precaución de anotarla y hoy no la encuentro. No recuerdo qué palabras empleé para la búsqueda. Lo estoy intentando pero no aparece. Disculpad.




































15 comentarios:

miner dijo...

Que guapa tu narración, es como si estuviera reviviendo mi infancia.

Mi madre como yo era tan malu (como ahora) cada vez que me veía tou escalabrau tenía una frase que si lo pienses encierra todo un tratado.

Esti fiu miu ye el "rigor de las desdichas"

Un saludín

Umbriel dijo...

En mi barrio, a las canicas de barro las llamabamos "banzones" y las de cristal "mejicanos".
Se ve que somos de la misma generación y recordamos la infancia del mismo modo, solo añadiria el trozo de chocolate La Cibeles y chacho de pan para merendar.
Gracias por tu bienvenida.
Saludos

Karen Dinesen dijo...

Qué bien que viniste, Miner...ya tenía yo ganes de hablar con vosotros.
¿Acuérdeste de cómo llevabes les rodilles? Yo no sé les tuyes pero con les de los mis amigos podíamos hacer un obra plástica de éstes de textures.
Préstame que el texto te traiga gratos recuerdos.
Saludos,Miner.

marydè dijo...

Hubiera podido describir precisamente lo que pusiste tù (no con tu prefecciòn).
Estoy feliz de haber vivido todo eso: la comba, les boliches,el corro, la pelota, la tàngana, las 4 esquinas, el escondite, incluso ir de merienda al monte una tarde era una gran aventura...viva esa generaciòn!!

Karen Dinesen dijo...

Me alegra que hayas vuelto,Umbriel.Aquí siempre está abierto. Basta con empujar la puerta. Así que una corre el riesgo de que le gasten alguna broma pesada. Va en el pack.

En el mío (mi barrio) todas las canicas (barro o cristal) eran denominadas "boliches". De hecho, jugábamos a les boliches. Y las de metal sacadas de algún taller mecánico, eran "bolichos". jeje. Eran muy codiciadas.Fíjate en la asociación.Más fuerza, masculino.Pero mi güela siempre me dijo aquelo de más vale "maña que fuerza". Y yo, a aplicarlo.

El chocolate de la Cibeles, traía durante un tiempo al menos, cromos de Pinín ("que de Pinón ye sobrín")
Un recuerdín más.Gracias.

Karen Dinesen dijo...

¡¡Bienvenida, Marydé! Seguro que estabas entrando mientras yo respondía al último comentario.Me alegra comprobar la conexión que se percibe a través de nuestras experiencias de infancia.¡Les cuatro esquines! El tiempu que empleábamos jugando a eso precisamente mientras esperábamos para entrar en el Colegio. Utilizábamos los árboles (pláganos) que había entonces a ambos lados de la calle.
Saludos cordiales, Marydé.
Y gracies por tu aportación a mis recuerdos.

miner dijo...

El rigor de les desdiches llevaba les rodilles llenes de postilles. Con la gana que tenía yo de poner pantalones largos, de vaquero, comprados en el Cometa.

Karen Dinesen dijo...

Miner, hízome reír tu intervención.
Lo de los pantalones largos era la máxima aspiración que teníen todos, llegado el momento de la transición a la adolescencia. ¡Y qué reticentes las madres, verdad? ¡Qué curioso...

miner dijo...

Mi madre era reticente, pero por lo contrario, dejaba de tener un crio y pasaba a tener un "adolescente".
Pero claro, ¡con pantalón corto no ligaba nada! La gran decepción fue que con él largo tampoco.

mary dijo...

probin......que pena me das ......
Karen menos mal que volviste....que recuerdos....voy a pedir a la seguridad social que te ponga en nomina....

Karen Dinesen dijo...

Gracies,Mary.Yo estaría encantada con tu propuesta. Que me pagasen por escribir! Qué gozada! Podría dedicame a ello en exclusiva!
Huy, Mary!! Lo dientes largos, me pones...

belijerez dijo...

Para cuando tendremos tus menorias completas?.........Besitos a todos.

Gracias. Karen.

Karen Dinesen dijo...

A ti, Bely. Gracias a ti.

Gustavo dijo...

Ya ves Karen: todos tus seguidores estamos felices con que el periodo de reflexión haya acabado y nos hagas disfrutar de nuevo con tu prosa y verso.
En mi pueblo también llamamos boliches a las canicas. Lo describen muy bien Los Berrones en su canción "La de la escuela":
"No hai naide que traiga chándal
o cosa que se le parezca
si no unos pantalonzucos
con remiendos 'n la culera
y traes un puñao boliches
metíes 'n la faltriquera"
Un fuerte abrazo.
El chocolate que yo recuerdo se llamaba La Primitiva Indiana, seguramente alguno de vosotros tanmbién lo habrá comido.

Karen Dinesen dijo...

Gustavo.¡Cómo me presta que te hayas animado a venir y decir algo!
Pues claro que me acuerdo de la Primitiva Indiana. Y otru: el Sueve.
Gracies por venir.