Sí. La foto de los 56...porque "Yo también nací en el cincuenta y tres".
Las fotos de cumpleaños de mi infancia plasmaban el momento cumbre, con tarta y velas, por la voluntad de mi abuela. Años más tarde fui yo quién decidió inmortalizar el momento. Sin tarta y sin velitas. A cambio, se incorporan a la celebración los signos que dan indicios de que una lleva encima un año más. Inicialmente, con discreción y prudencia. En la medida en que los años se van sumando, se ve que el hecho de saberse cada vez más, les hace sentirse más seguros y se manifiestan con contundencia, haciéndose más visibles y arrogantes.
Y van asomando así, la nariz primero, la patita después y, por fin, se dejan ver al completo sin pudor alguno, las canas en el cabello y las arrugas en la piel…
No siempre se aprecian a primera vista pero ahí están. La huella de la pata del gallo en la explanada a la que se abre el rabillo del ojo. Y la del arañazo del felino en collares en el cuello…en el borde de los labios, formando leves surcos que ascienden en el labio superior y se profundizan día a día de puntillas para no hacer demasiado ruido.
Hasta que un día el espejo te llama la atención y caes en la cuenta porque la luz que entra por la ventana, iluminando la parte izquierda del rostro, hace que veas tu cara en dos mitades claramente diferenciadas. Y en una de ellas ves la edad que se anuncia y te delata.
Entonces echas mano de las fotografías de cumpleaños. Coges la de los treinta y ocho y comparas con la última, hecha la pasada semana. Han pasado 18 años. Los que se necesitan para pasar de ser una niña a una adolescente avanzada, camino de la adultez.
El mismo proceso podría aplicarse en esta observación contrastada. Continúas contemplando el paso del tiempo a través de las fotos que reflejan ese periodo. En los cuarenta, canas y arrugas inician una carrera que, a juzgar por el ritmo, parece ser de fondo. Pero a partir de los cincuenta ya da la impresión de que se juegan los cien metros. Y entonces aparece esculpido en el cuerpo el cúmulo de vivencias, de consumo incontrolado de entusiasmo, de frustraciones. Lo resumimos echándole la culpa a las cifras: “Es que cuando se echan encima los cincuenta…”
Y lo cierto es que las cifras son inofensivas. Son ellas las que no siempre son bien recibidas y tratadas como se merecen:
Tienen que andarse con tiento
las cifras en su andadura.
Pues ganan o pierden tiempo,
pierden o ganan textura,
llaman, se adentran, irrumpen,
se marchitan, cobran vida…
dependiendo en gran medida,
del envoltorio que ocupen.
Imaginad el número siete y pensad en los enanitos de Blancanieves.¿Es igual fortuna caer sobre el Mudito o sobre el Sabio?...
¿Y el tres de los tres cerditos?
¿Es lo mismo estar seguro,
caliente y a buen recaudo
en casa del albañil,
que si le cae el infeliz
que de paja hizo el resguardo?...
Yo creo que a los números que acompañan a los años que cumplimos y marcan nuestro tiempo, nuestra edad, debemos agradecerles su llegada y tratarlos lo mejor posible. Hacer que se sientan bien alojados en nuestras entretelas. Tal vez así los que se van, les transmitan lo agradable de su estancia a los que llegan. Y los recién llegados se integran en nosotros sin cautelas, con la confianza necesaria para disfrutar un año en nuestra compañía y dar paso sosegado a los siguientes…
Echaré en falta los cincuenta y cinco.
Doce meses juntos haciendo vida,
viviendo con empeño, con ahínco,
nunca son en vano. Feliz partida.
Elevo mi copa y por ellos brindo.
A los cincuenta y seis, la bienvenida.
(Karen Dinesen)