lunes, 31 de agosto de 2009

ÉL NÚCLEO FAMILIAR


Bareto, que realizaba su trabajo por entonces en una Empresa de Sondeos, se incorpora a la familia, como ya dije, poco antes que mi padre y yo misma. Así que dónde antes comían tres (sí digo bien, tres), se duplica en número un año más tarde.

Mi abuela, viuda desde Marzo de 1938, fecha en la que mi abuelo había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento después de haber sido sometido a un Consejo de Guerra en el que, paradójicamente, había sido acusado por rebelión en su digno intento de defender la República, se dedicó en cuerpo y alma a sacar adelante a sus hijos: mi madre y mi tío. Les llegó a éstos la orfandad con 9 y 11 años respectivamente, tomando rápida y clara consciencia de la causa de su estado.

El duelo sufrido por esta injusta muerte no les impidió mantener alta la cabeza. Lejos de amedrentarse, ambos, con la connivencia y complacencia de mi abuela, y la permanencia en el tiempo del espíritu de mi abuelo que nunca se ausentó, reivindicaron siempre su condición de republicanos y antifascistas desde temprana edad, enardecido el orgullo por el recuerdo de su padre.

Contaba mi abuela cómo en cierta ocasión, en plena guerra civil, ya fusilado mi abuelo y estando el pueblo bajo control de las tropas nacionales, se había instalado un control militar cerca de la vivienda que habitaban entonces. Volvía ella a casa en compañía de mi tío, después de visitar a su suegra, mi bisabuela Teresa, cuando avistan el control. Mi tío se niega a pasar por allí, arguyendo su negativa a llevar a efecto el obligado saludo fascista, brazo en alto. No sé si mi abuela hizo algún esfuerzo por convencerle para abandonar su posición y evitar el gran rodeo que suponía dar la vuelta para llegar a casa evitando el control. Pero si algún débil intento llegó a hacer, orgullosa en el fondo de la actitud mostrada por su hijo, lo abandonó, cediendo ante la conciencia doliente de aquel muchacho que llevaba sus enlutados once años con dignidad.

Pues bien. Aquel muchacho de entonces era ya, a mi nacimiento, un hombre hecho y derecho que, a sus 26 años, llevaba ya unos cuantos desempeñando su trabajo en la oficina del Servicio de Telégrafos en calidad de repartidor de los escasos telegramas que llegaban al pueblo. Su natural curiosidad y su talento le llevaron a manejar el teletipo ahorrándole al Jefe del Servicio la presencia permanente en la oficina. Éste es mi tío Joaquín. Soltero y viviendo también en casa.

Hagamos recuento. Cinco adultos y un bebé: yo. Yo que, durante mis dos primeros años, fui descubriendo el mundo con la ayuda de estas voces adultas, virtuosas y con frecuencia discordantes, que sólo funcionaban como un cuarteto de cuerda armonioso bajo la sabia batuta de mi abuela. Para no faltar a la verdad, debo decir que mi padre a veces desafinaba conscientemente.

Karen Dinesen


martes, 25 de agosto de 2009

DOS DÉCIMAS DE AMOR


Apenas un abrazo, unas palabras…
De miradas, sólo salpicaduras.
La conciencia de engaño en la escapada
no escapaba a mi falta de cordura.
Sobre la mesa quedan trigo y agua,
y una pizca de aquella levadura
para cocer un pan o una empanada
bien rellena de sexo y de ternura.
No hubo tiempo a mezclar y al no hacer masa,
se quedó en cita incierta por escasa.


Nada pasó al dar paso a la presencia.
Sin pan, sin empanada y... quedé llena.
Me llenó su fragancia y en su ausencia,
en mi piel, el calor del horno quema.
Me basta con unas gotas de esencia
de aquella levadura aunque esté seca,
un corrillo de harina, agua y paciencia
para hacer ilusión que no perezca.
Una miaja que salga de la hornada...
No quiero que caduque nuestra nada.


(Karen Dinesen)

sábado, 22 de agosto de 2009

BARETO



Diez meses antes de ser agraciada con el gallo, en el albor del mes de Septiembre, mis padres se prometían amor eterno mediante el sagrado y, por entonces, indisoluble vínculo del matrimonio, después de un largo noviazgo.

Mi madre que, al igual que yo, con frecuencia da por cierto lo que imagina, siempre dijo que el detonante para que mi padre decidiera, por fin, matrimoniarse, había sido la reciente muerte de mi abuela paterna. El desamparo en el que supuestamente se encontraba tras el deceso de su madre, viuda republicana, al ser él el último de siete hermanos, y también el último en permanecer en casa, le habría proporcionado el impulso necesario para buscar refugio alternativo en los brazos de mi madre. O al menos eso decía ella. E hízose la luz.

Comenzaban un periplo juntos, que no solos. Al carecer de recursos suficientes para sostener lo que supondría el alquiler de una vivienda, pasaron a compartir durante tres años el techo de mi abuela materna.

Ésta, mi abuela, se había adelantado a mi madre unos meses, abandonando su estado de viudedad y casándose en segundas nupcias con Bareto.

Bareto, de quién ignoro el origen del sobrenombre, merece capítulo aparte. Nunca le llamé abuelo, ya que nadie me lo presentó como tal. Pero él, que adoraba a mi abuela, hizo las veces de abuelo como el mejor. Era divertido, charlatán, trabajador incansable y dotado de una socarronería que había adquirido en su dilatada trayectoria vital, repleta de experiencias a pesar de llevar solamente 40 años encima cuando se casó con mi abuela. ¡Olé los 50 de mi abuela! Y no. No la acusaron de corrupción de menores. Entre otras cosas porque Bareto debió ser viejo ya en su juventud. Ni físicamente era perceptible la diferencia de edad.
Desde que tengo conciencia de su existencia le recuerdo cantando zarzuela mientras se aseaba. Hacía chistes de cualquier nimiedad. Y le encantaban los tangos. “Garufa” era uno de sus preferidos. Y pienso que se miraba en su espejo para disfrazarse de domingo…

No llevaba polainas pero sí se iba “p’al centro de rompedor”. Peinado siempre con el cabello echado hacia atrás hasta el final de sus días. Traje de chaqueta milrayas, impecable. Chaleco, corbata y gemelos en los puños de la camisa. Hablaba de sus años jóvenes en el Parque Japonés, porque también en Gijón, desde dónde llegó hasta mi pueblo escapado al final de la guerra, había un lugar de diversión bajo ese nombre. Cual Garufa, estaba igualmente dispuesto a bailar “la Marsellesa, la Marcha a Garibaldi o el Trovador”. Eso sí. Después de haber pasado por el chigre en busca del limpiabotas para hacerse limpiar los zapatos mientras tomaba un caldo sentado en el taburete y acodado en la barra del bar que, a esas horas tempranas de la mañana, tenía un característico olor a limpio, mezclado con el del caldo que procedía de la cocina y restos de sidra que se negaban a salir del fondo de los recipientes sobre los que se escanciaba. El serrín del suelo aún se mantenía seco y disperso, cubriendo toda la superficie.

Y charlaba animadamente con el chigrero mientras el “limpia” iba colocando los naipes de la baraja entre el zapato y los calcetines para evitar posibles manchas de betún que extendía sobre la superficie de los zapatos con ayuda de una esponja y una destreza que parecía desarrollar con estudiados movimientos, para pasar después a sacarles el brillo con el paño que sujetaba con ambas manos por los extremos, manejándolo hábilmente con agilidad. Remataba la faena pasando el cepillo alrededor del zapato en uno y otro sentido, para acabar finalizando con un par de toques cruzados sobre la parte que cubre el empeine.

Todo esto lo sé porque en los primeros años de mi infancia le acompañaba en su salida de mañana dominguera. Después de este ritual inicial nos acercábamos hasta la Iglesia Parroquial para buscar a mi abuela que salía, espléndida, de la misa de las doce. Y juntos, los tres acudíamos a tomar el vermú, que en mi caso se concretaba en un refresco de Orange.
Karen Dinesen


P.D. Otro día, más.



jueves, 20 de agosto de 2009

CON UN GALLO DEBAJO DEL BRAZO


El día que nací, me tocó un gallo. Con toda su cresta, si señor. Coincidió mi nacimiento con el día en el que tuvo lugar un sorteo para el que mi abuela había comprado alguna papeleta en mi nombre. Ella era así de optimista. Puso en mis manos la fortuna, incluso antes de que yo viera la luz. Y, por lo que parece, permaneció allí unos días a la espera del acontecimiento, para procurarme el nombramiento de afortunada haciendo que el número premiado coincidiera con uno de los que mi abuela me había adjudicado. Y, de paso, echándole una manita a Sara, la comadrona que ejerció con destreza sus habilidades para facilitarnos a mi madre y a mí la suerte de parir y ser parida en lo que no pareció ser un parto fácil. De ahí que mi abuela repetía con frecuencia la coletilla: "Esta neña ya nació con suerte.El día que nació, tocoy un gallu".

Era mi abuela una matriarca en toda su dimensión. La viudedad que le procuró la guerra civil le adelantó el título en el tiempo, ejerciendo un matriarcado temprano pero eficaz. Su determinación, firmeza, simpatía, capacidad de resolución… la hacían merecedora del respeto y el cariño que recibía, y que ella, en justa correspondencia, devolvía con creces.

Pero, todo hay que decirlo, en ocasiones se excedía en el ejercicio de su matriarcado. Y así, en el ánimo de dar un empujoncito a la fortuna y a Sara, la comadrona, echó mano de las ofrendas. No sé si existe un Santo Patrón para estos casos. Ella también lo ignoraba o le merecía más crédito la Madre del Señor, en su condición de mediadora. El caso es que, ni corta ni perezosa, le ofreció a la Virgen de Covadonga un camino de peregrinación. Es decir: alguien haría un recorrido a pie desde mi pueblo a Covadonga, distante unos 60 km., para poner una vela a la Santina, si el parto se llevaba a cabo con éxito. Y le puso también nombre a ese alguien. A mí me encomendó los números del sorteo, evidentemente, sin preguntarme, y a mi padre le hizo el “regalo” de la peregrinación. Por supuesto, también sin consultarle.

Mi padre era ateo sin razones. No quiero yo decir que no las tuviese. Sino que no hacía uso de ellas para militar como tal. Era el suyo un ateísmo visceral y fundamentalista. Sin quitarle responsabilidad en el asunto, cosa que no me habría permitido, pienso que en su maraña de vivencias se mezclaban el azote sufrido por parte del clero y del fascismo para lograr ese perfil en su acabado. Así que, al conocer la encomienda, esgrimió ante mi abuela una de las escasas negativas a sus demandas. Para mi padre era una cuestión de principios. Para mi abuela también. Ella nunca nos dijo cómo resolvió el percance. Aunque estoy segura de que, de alguna manera, compensó con creces el incumplimiento, recibiendo así el parabién del elenco del santoral.

Y ya con la conciencia tranquila, se dedicó al cuidado de mí misma y de mi madre que, durante su convalecencia, fue dando buena cuenta del caldo del gallo que la fortuna quiso regalarme en ese primer viernes de Julio de 1.953.

(Karen Dinesen)

lunes, 3 de agosto de 2009

SOBRE EL PASO DEL TIEMPO...


Raudo transcurre el tiempo esperanzado.
Lento pasa si incierto desespera.
Si horizonte ve, es alondra ligera.
Si entre paredes, vencejo atrapado.

Alas le da la luz. Y el tiempo alado
en volandas te lleva a dónde quieras.
Al tiempo el gris le induce a la ceguera.
Cual gallina ciega trompa trompado.

Si tú esperas y nadie más espera,
es obvio que sola estás esperando.
Mira si hay luz. No vaya a ser que fuera

que el tiempo por delante va pasando
en busca de la luz por otra acera.
Y tú a la espera aquí en vela velando.


(Karen Dinesen)

sábado, 1 de agosto de 2009

EMOCIONES Y RECUERDOS

Aunque no habrá nadie que no sepa de que se habla cuando hablamos de “emociones” porque todos las hayamos experimentado en mayor o menor medida a lo largo del tramo de vida que llevamos de cola, es probable que la incidencia en nuestra trayectoria vital no se vea afectada de la misma forma, ante una emoción causada por un mismo estímulo. Por un lado, el estímulo, o motivo que la provoca puede no tener el mismo interés para los afectados. Y según consta en una de las acepciones que recoge la RAE, la emoción viene definida como “interés expectante con que se participa en algo que está ocurriendo”. Pero además del interés que pueda suscitar en unos u otros aquello que está ocurriendo, parece existir otro parámetro a tener en cuenta en el grado de desarrollo de la emoción en sí misma. La capacidad para desarrollarla de la persona receptora de los estímulos (creo yo…). Y aquí empieza mi confusión.

Supongamos dos personas con un mismo interés ante un hecho. En una de ellas provoca mayor emoción que en la otra. Evidentemente la capacidad receptora que transforma el interés en alteración del ánimo no es la misma. ¿De qué depende?...No tengo ni idea. Pero lo que sí puedo afirmar es que ambas experimentarán vivencialmente el hecho de forma muy distinta y eso afectará a su forma de ver las cosas y de hacerlas en la medida en que se dejen hacer. Es decir, sentiremos de forma distinta y actuaremos en consecuencia de forma también distinta.

Quien potencialmente tenga más capacidad para alcanzar un grado mayor de emotividad, vivirá cada situación con más intensidad, quedando tatuada en alguna parte de la entraña. Más posibilidades tendrá para recordar lo vivido. Las cicatrices es lo que tienen. No permiten olvidar. Y las emociones vividas, en ese sentido, son un poco como cicatrices que surcan el alma. Y de la misma manera que las del cuerpo se resienten con los cambios atmosféricos, las del alma son igualmente vulnerables a los cambios climáticos que allí se producen. A más calor o más frío, más o menos animosidad, inclinándose por unos recuerdos u otros.

Siendo mi hermana una pequeña vital e inquieta, con apenas unos meses tuvo un proceso respiratorio que acabó en pulmonía. Cuando el alma anda bajo cero y doy un repaso al recuerdo, veo su expresión sin ánimo en el rostro, su quietud, poco habitual, en aquel cuerpo menudo, e inevitablemente se me encoge el corazón y contengo el llanto, cambiando de escena y viéndola en el hoy discutiendo con mi sobrina. Lo mal que lo pasé entonces, lo volvería a pasar ahora si la razón no entra en juego. Y así, con otras experiencias. Pero como funciona este trasto emocional igual para todo, tengo la fortuna de pasármelo en grande, sonreír y reír a mandíbula batiente, recordando otros momentos gratos…afortunadamente, muchos…

Hoy leía en un blog las palabras de alguien que decía algo que en cierta medida comparto. Hacía referencia a cómo tomamos conciencia de la vejez cuando echamos mano del recuerdo en demasiadas ocasiones. Es cierto que los años parecen reducir la posibilidad de ilusionarse. Y para poder hacerlo echamos la vista atrás , recreándonos en los recuerdos agradables. Cuando uno es joven las expectativas son tantas que las ilusiones saltan como las truchas por cualquier parte. En la medida que queda menos tiempo por delante y el desgaste de suelas que llevamos encima trae consigo cierta carga de escepticismo, parece más difícil que las truchas salten. Síntoma de que vamos camino de otra etapa ineludible: la vejez.

La vejez, dice mi tío, que es la enfermedad que padece. Y le adjudica tres características: progresiva, degenerativa e irreversible. Pues bien. Él, que lúcidamente lo ve así, sigue teniendo brillo en los ojos, debatiendo con vehemencia sobre la transformación social y viéndola posible. Sólo siente no vivir lo suficiente para ver los cambios. Y para resolver esto último debe de ser por lo que últimamente le está dando vueltas al asunto del más allá. Su curiosidad es insaciable. Y desde ahí le entiendo. Siente perderse el futuro. Y tal vez se conforme con poder verlo desde algún rincón.

Me pregunto muchas veces dónde radica esa vitalidad, ese entusiasmo que intenta armonizar con la inevitable decadencia. Permanece soltero. Tuvo una novia en su juventud de la que, yo creo, se mantuvo siempre enamorado. Además de enamorarse de Marilyn Monroe, Ava Gardner, Elke Sommer, Brigitte Bardot... y un listado interminable. Aún sigue enamorándose a día de hoy. ¿Será la capacidad para enamorarse la causa de su entusiasmo?... O será viceversa?...

(Karen Dinesen)