viernes, 22 de enero de 2010

UN DÍA DE OTOÑO


Los días otoñales transcurrían envueltos en la melancolía que traía consigo la caída de las hojas, de la luz solar, de la alegría que anegaba mis días de verano al aire libre…pero rellenos del calor que mi casa y mi familia me proporcionaban.


El colegio era un lugar lóbrego y poco acogedor sólo desagraviado por el olor que el mundo de la infancia desprendía a su paso camino de las aulas, del patio o de la capilla. Si algo se oía, era apenas un breve rumor mutilado de inmediato por la voz de la Hermana de turno llamando al silencio. Éste reinaba en las aulas junto con la campanilla que la monja agitaba al menor intento de musitar palabra.


No es que las Carmelitas de Vedruna no le diesen valor a nuestra voz infantil aunque ésta adquiriese más sentido a partir de los siete años, que es cuando el catecismo decía que se podía recibir la primera Comunión porque ya estábamos dotadas del uso de la razón. Pues eso. Que sí que se valoraban nuestras voces. Pero el orden, valor primordial en toda empresa o iniciativa que se precie, debe ser elemento preponderante. Y para mantenerlo se hablaba en momentos destinados a ello. Nuestra palabra tenía su turno. Cuando se hacía necesario exponer nuestros conocimientos sobre la lección del día… o al responder con la oración a los misterios y letanía del rosario que cotidiana y puntualmente rezábamos en la capilla al finalizar las clases antes de irnos definitivamente a casa…o en respuesta a preguntas de la Madre Superiora…Ésta era la mejor. Siempre salían de nuestra boca las palabras que ella quería oír, sin osar levantar la mirada del suelo. A decir verdad no tengo claro si, en general, era falta de osadía o vergüenza por la impostura. En mi caso, puro temor y nerviosismo.


El patio era nuestro lugar de desahogo. En él disfrutábamos de dos periodos de descanso. Uno a media mañana y otro al terminar las clases por la tarde antes del rezo del rosario. Durante el descanso matinal, después de tomar las galletas o el bollo suizo cubierto de azúcar, limpias las manos del pringue con ayuda del mandilón, la comba, el corro, jugar al matarile o al señor Don Gato eran un auténtico festejo.


Los días en el colegio se sucedían de forma monótona. Monotonía interrumpida por las horas de medio día que nos regalaban un sabroso tiempo de ocio. Los miércoles eran día de mercado en el pueblo y yo tenía la orden de mi abuela de dirigirme a la Plaza al salir del Colegio. Quedábamos en el puesto de “la Guaxa”. Era ésta una señora de unos sesenta y tantos años, con el pelo recogido en un moño. Usaba lentes. La recuerdo vestida de negro con un delantal a cuadros de alivio. Por los colores, en blanco y negro, y porque puede que le supusiera un alivio efectivo en aquellos fríos días de otoño. Encima de la ropa y cubierta la zona de los hombros y el pecho, una toquilla de lana gris.


Si al llegar allí mi abuela no estaba, era que aún no había acabado de hacer la compra, regateando copines de “fabes”, o haciéndose con el queso azul y el dulce de membrillo en el puesto de la Polesa. Allí compraba también las galletas de Fontaneda que venían en unas grandes cajas de metal de forma cúbica con una tapa circular que encajaba en una de las caras cuadradas. Mi abuela aprovechaba después el recipiente para guardar las madalenas o las galletas que hacíamos las tardes de algunos sábados con el fin de no desperdiciar las natas acumuladas de la leche que era necesario hervir cada día.


Mientras mi abuela redondeaba la compra yo le echaba un vistazo al puesto de la Guaxa. Soldados romanos de plástico, indios, vaqueros, carromatos para las caravanas…y cuentos de hadas. Sabía que mi abuela me compraría uno. Después de leídos los guardaba hasta tener un montón suficiente para poder encuadernarlos. Bareto se encargaba de esta labor. Habilidad que había adquirido de las sabias enseñanzas de su abuelo que había trabajado en un taller de encuadernación en El Humedal, conocido barrio gijonés de la época. Mientras permanecía absorta observando los cachivaches que ofrecía la Guaxa, aparecía mi abuela cargada de bolsas que yo la ayudaba a hacerlas llegar a casa.


Era el miércoles un día con cara y cruz. Me encantaba el momento de espera en la Plaza… Ver el movimiento de gentes, oír el bullicio, escoger el cuento que me compraría mi abuela…Pero al llegar a casa me esperaba la tortura de la comida. Tocaba pote de verduras. Me sentaba a la mesa para comer y me levantaba al oír la sintonía del informativo de Radio Nacional a las dos y media de la tarde. Era la comida más larga de la semana. Cada cucharada un sufrir. Hacía todo lo posible por dar cuenta del contenido del plato. Pero contradictoriamente, en vez de colmar la cuchara y darle rápido a la mandíbula para acabar lo antes posible, iba poco a poco y lentamente alargando el sufrimiento. Ese día no había juego en la calle. Todo lo más disponía de los minutos escasos que empleaba jugando a las cuatro esquinas entre los pláganos que flanqueaban la calle del Colegio, antes de que éste abriese sus puertas cuando sonaban las tres en la campana de la iglesia.
Y vuelta a la rutina escolar hasta la hora de la merienda que permitía de nuevo un breve desahogo antes de proceder al rezo del rosario.


A la salida del Colegio, ese día no iba directamente a casa. Me dirigía hasta el Cine Riera. Los miércoles, sábados y domingos eran días de cine en el pueblo. Y mi abuela, a la que le encantaba el cine, aprovechaba la sesión de las cinco de la tarde del miércoles. Pepe, el portero, ya estaba avisado por mi abuela de mi llegada. Así que me abría la puerta cuando me veía aparecer a través de la puerta acristalada, y, si la película no era para menores (La violetera, Orfeo Negro son algunos de los casos que recuerdo), yo esperaba en el ambigú, sentada en una silla tomando un “boy” de naranja que me daba Emilio, el abuelo de Orlando, que alternaba la función de portero y de camarero en la barra con Pepe. Entretanto ellos veían la proyección a retazos mirando por los cristales circulares que había en la parte superior de las puertas cerradas que accedían a la sala de butacas...


Karen Dinesen


(P.D. La imagen ha sido obtenida en www.mundofotos.net)

6 comentarios:

miner dijo...

La guaxa, ¿no ye una bruja, en asturiano? Claro por eso tenía cuentos de hadas.
Ya de aquella andabas con Boys, eres tú muy precoz.
Los cristales de la puerta eran como dos ojos, estaba todo estudiao.

miner dijo...

Si recordando, olvido,
entonces, no recuerdo;
y si olvido, recuerdo,
ya casi he olvidado;
y si perder fuera bueno,
y estar de luto, alegre,
felicto muy efusivamente a mis
dedos
que escribieron esto hoy.

Emily Dickinson

Karen Dinesen dijo...

....Y tres!
El tercer comentario ye el míu pa darle respuesta al que nunca falla.
Gracies por tus palabras, MIner.Y por tus dedos también...a los que además de felicitar agradezco que dediquen un tiempín a esti espacio.
Además sé que te presta.(Aunque no me digas nada, aunque no comentes, sé que presta...)
Otru abrazu (esti doble)

mary dijo...

menuda niñez mas afortunada que tuviste,todavía me acuerdo de las galletas de nata de la leche de verdad y de los bizcochinos que sabían tan bien

marydè dijo...

INEBRIANTE..diria un italiano!...y en èste mi segundo idioma te lo digo yo tambien, en voz bien alta....

Karen Dinesen dijo...

Me siento halagada, Marydé. Sé que no me has insultado gracias al traductor de google, jejeje...
Muchas gracias.Por tus palabras y por recordar que aquí hay un espacio abierto.