martes, 12 de enero de 2010

EL VERANO VA TOCANDO A SU FIN...


Los últimos días del verano y primeros del otoño constituían el preámbulo del comienzo de un nuevo curso. Y con él llegaba el abatimiento y la melancolía. Los días no sólo eran grises por fuera. Dentro del Colegio se respiraba un ambiente frío y tan gris como un nublado.

Sin embargo, los preparativos tenían cierto aliciente. Había que preparar la ropa y demás enseres. Y eso me gustaba. Me encantaba el olor que desprendían los libros, los lápices, la goma de borrar…Aunque este curso aún no me podría desprender de la pizarra, en la que mi abuela colocaba un borrador de tela hecho por ella atado con una cinta a un agujero que, a tal efecto, venía ya preparado en un lateral del marco de madera, yo ya leía con soltura y había comenzado a escribir. Así que, posiblemente, la Hermana Rocío me invitaría a escribir en un cuaderno pautado para hacer caligrafía. Y el Rayas, cuya cartilla ya leí nada más llegar a mis manos. Pero volvería a leerla día a día, página a página siguiendo las indicaciones previstas por la Hermana Rocío para avanzar en el supuesto aprendizaje de la lectura. Estaba así establecido y así se haría. Leer para ser feliz lo haría en tiempo de ocio y en otros libros que me proporcionaría mi familia.

Lo que más me aliviaba era haberme despedido de la Hermana Benita; mi profesora del curso anterior. Era ésta una monja de la edad de mi abuela y con quien, por cierto, se llevaba muy bien. Cruzaban largas parrafadas cuando mi abuela me llevaba hasta la puerta del Colegio y ella estaba recibiendo en la entrada a cuantos íbamos llegando. Tenía la facultad de conversar a la vez que repetía, de forma rutinaria y sin mirarnos, “sin pecado concebida” en respuesta a nuestros buenos días en forma de “avemaríapurísima” mientras nos daba a besar lo que llamaban escapulario, y que no era más que una parte del hábito que vestían. Todo negro menos la parte de la toca que les enmarcaba el rostro. El escapulario era una pieza rectangular con un agujero central para colocarla a modo de casulla encima del resto de la ropa monacal.

La Hermana Benita representaba lo que había sido mi primer contacto con la actividad escolar. Se encargaba de la enseñanza del primer curso de párvulas. (Y digo párvulas porque aunque había también párvulos, de éstos se ocupaba la Hermana Victoria, que también se encargaba de las labores de jardinería en el patio). Mi "querida" Hermana Benita poseía un objeto grandioso, a pesar de su mínimo tamaño, que gozaba de los prodigios de la lámpara de Aladino. Y, aunque resulte extraño, era de una valía extraordinaria para el desempeño de su profesión: un pequeño alfiletero negro. No alcanzaba el tamaño de un pitillo de picadura de los que hábilmente
se preparaba Bareto. Pero, al menos en lo que a mí concierne, estaba dotado de un poder tal que me helaba las venas y me atenazaba los músculos. Lo guardaba en el bolsillo del hábito. Y cuando alguna de mis compañeras adoptaba un comportamiento no acorde con los deseos de la Hermana, lo sacaba y mostraba amenazadoramente mientras le advertía a la pequeña díscola sobre las consecuencias que tendría la persistencia en su actitud: ¡Acabaría por introducirla dentro de aquel tubo negro y diminuto! Yo lo pasaba francamente mal. Nunca supe por qué mi abuela no me sacó del engaño…Bien es cierto que conmigo no necesitaba la Hermana utilizarlo. Pero la sóla presencia del mismo, sujetándolo entre los dedos índice y pulgar mientras lo agitaba en el aire, en actitud amenazadora, ya me ponía los pelos de punta.

Mucho más gratos los recuerdos relacionados con los preparativos colegiales lejos del alfiletero. El uniforme, azul marino, era un vestido de una pieza con la falta tableada y un cinturón. Marrón era el color de los calcetines y los zapatos. Éstos con cordones. Siempre suspiré por unos de marca “Gorila” que, además de venir la compra acompañada de un regalo ( una pequeña pelota de goma verde y dura que permitía un bote perfecto), estaban dotados de lo que entonces se llamaba “suela virgen”. Una ancha suela de goma de un tono claro que les daba cierta distinción. Pero mi deseo se quedó en aspiración. Mis zapatos eran marrones, con cordones y siempre brillantes. Pero nunca fueron unos “Gorila”. Se quedaban en simplemente “monos”, dentro de las limitaciones que exigía el rigor del uniforme. Éste se completaba con un pieza blanca de plástico duro que se colocaba alrededor del cuello, abrochándolo con un botón en la parte delantera haciendo las funciones del cuello de un vestido, y una boina azul marino. Abrigo del mismo color en invierno y chaqueta cuando el frío amainaba. En los acontecimientos de gala llevábamos unos guantes blancos de tela de algodón.

Ya sólo faltaba preparar el cabás o maletín. Era de cartón, color marrón en el fondo de su parte externa cubierta de coloreados dibujos y un cierre metálico. Colocaba con sumo cuidado los materiales que metía y sacaba una y otra vez, mientras los contemplaba, los olía y manipulaba. El lápiz y la goma de borrar iban dentro de un estuche alargado de madera cuya tapa encajaba en un estrecho surco en el borde del mismo por su parte superior, para permitir abrir y cerrar deslizándola. Dentro estaba compartimentado para ajustar los lápices, la goma y el tajalápiz en espacios destinados a tal efecto.

Todo listo para el inicio de las clases. La víspera del comienzo no dormía bien y el desayuno de la mañana no encontraba albergue en el estómago. Así que mi abuela me preparaba unas galletas o cualquier otro suplemento alimenticio de fácil transporte para tomarlo a la hora del recreo. Ella me acompañaba hasta la puerta, saludaba a la Hermana Benita que hacía las funciones de portera anfitriona, esperaba a verme entrar y se iba a hacer la compra, dejándome en la más absoluta soledad.

Me dirigía por aquel pasillo ancho de encerados suelos y altos techos hacia la clase de la Hermana Rocío, con gusanos en el estómago y haciendo sonar en el maletín los materiales que contenía mientras caminaba ligera a pesar de la tristeza que arrastraba como si fuera camino al cadalso. La temperatura exterior no era baja. Pero dentro el ambiente era gélido.
A media mañana se abría una luz... El patio en el que tenía lugar el recreo era un rincón maravilloso. Sólo una pequeña parte del mismo estaba asfaltada. El resto era un amplio espacio ocupado por añosos y acogedores árboles y un extenso jardín en el que yo disfrutaba a veces ayudando en sus labores a la Hermana Victoria. Un claro impagable en la oscuridad de la jornada escolar a la que aún le faltaba un trecho, inmenso a mis ojos, para el final...
Karen Dinesen
P.D. (La ilustración ha sido extraída de:



7 comentarios:

miner dijo...

Tus relatos,son estupendos. Cuando los leo me vienen las imagenes de lo que describes. El estuche con tapa deslizante, las gomas de Milán, los lapices de Alpino. Esto lo digo yo porque al leerte me viene a la memoria. Muy guapo de verdad.
Un saludín

Karen Dinesen dijo...

¡Alpino!! Lápices y pinturas, Miner.
Y yo usé en parvulitos el "pizarrín" de manteca, jeje.
Gracies por acompañame en los recuerdos, Miner.

mary dijo...

gracies a ti Karen, por todo,yo tambien fui a un colegio de monxes,que diferencia la enseñanza de antes a la de hoy, y sobretodo en los rapacinos, ¿imaginastelos teniendo miedo de la profesora ?,menuda la que armarian los papis de turno.....

Karen Dinesen dijo...

Hola, Mary!
Pues fíjate,al comenzar el curso, sobretodo los que van por primera vez, algunos pásenlo tan mal que pueden tirase una mañana llorando sin consuelo
Es como un segundo parto. La sensación de "abandono" deben de sentirla.
Un abrazu.

Anónimo dijo...

Esto es una prueba...
http://linoleo.files.wordpress.com/2007/03/girasoles.jpg

Logan y Lory dijo...

La pizarra, los pizarrillos (duros o blandos) los lápices de colores y los ordinarios, las libretas de caligrafía y las de cuentas aritméticas, las lecciones de historia y los libros de geografía... Tu relato nos huele al chocolate de mi madre a la vuelta del cole en las tardes frías, a los polvorenes que nos hacía con manteca de cerdo, a la capita de fieltro azul marino que formaba parte del uniforme del colegio y a toda esa infancia de otra época, sin televisión pero con muchos juegos en la calle compartidos con otros niños.

Fue una etapa feliz para muchos, para otros no tanto.

Ha sido un placer venir a conocer tu blog.

Cordiales saludos.

belijerez dijo...

Ahora los pequeños "dicen" que aprenden con ordenadores. Aprenderán a ser ciudadanos mejores????

Gracias Karen por compartir. Tu aprendistes a ser una genial mujer.