sábado, 12 de junio de 2010

MI PRIMERA COMUNIÓN


Hoy, 12 de Junio de 2010, hace cincuenta años que hice mi primera comunión. Me faltaban unas semanas para cumplir siete años. Pero me sabía el Catecismo a la perfección y la edad era la que nuestra Iglesia Católica de la época había decidido como meta para tener “uso de razón”; términos en los que se expresaba la adquisición de la cordura adecuada para entender lo que aquello significaba. Pues bien. Como dónde hay patrón no manda marinero… ¡a comulgar tocan!


Una de las cosas que más ilusión me hizo fue que mi abuela, no sé si con permiso de mis padres o sin él, me llevó a casa de Sara la comadrona para que me hiciera agujeros en las orejas. Pues no estaba ella dispuesta a que yo hiciera la primera comunión sin pendientes. Fue ese solemne día cuando me los puse por primera vez, ya que durante un tiempo llevé colgando de los lóbulos los hilos que Sara me había colocado para realizar la delicada intervención con el objetivo de afianzar los agujeros. Mi padre se había opuesto a que me agujereasen las orejas de recién nacida por considerarlo una costumbre ancestral que no tenía sentido alguno. Siete años después mi abuela dio al traste con tan , aparentemente, cuerda decisión.


Recuerdo el ajetreo de los ensayos previos. Hacíamos todo tipo de pruebas para que la organización fuera todo un éxito. Desde la colocación en los bancos de la iglesia parroquial hasta el desfile, de dos en dos, hacia los bancos que se dispondrían ese día para arrodillarnos a recibir la comunión, pasando por los certámenes de catecismo contrarreloj que tenían lugar en el colegio. Yo, para contribuir a completar un ambiente apropiado, dejaba asomar la mirada de melancolía que ya a temprana edad me acompañaba en los actos que se suponían de cierta transcendencia en los que tenía oportunidad de mostrar mi docilidad y sumisión a las normas.


Tal vez ésa sea la razón por la que aparezco melancólica en todas las fotografías que se hicieron durante todo el tiempo que duró la ceremonia en tan solemne día.


Sin embargo, aunque se perciben signos de cierta relajación en aquellas instantáneas realizadas en otros momentos y lugares libres de la oficialidad del acontecimiento, no expreso alegría desbordante en ninguna. Se aprecia cierto constreñimiento…Y es que mi contexto familiar había sufrido una transformación temporal desde hacía aproximadamente un mes, que me trastocó las circunstancias que definían mi cotidianeidad en compañía de mis habituales: mi abuela, mi tío y Bareto. Mis padres y mi hermano habían vuelto a casa por primera vez desde que se habían ido para pasar un periodo vacacional de dos meses.”Tiempo de campaña”, lo llamaba mi madre. Fue ella, mi madre, quien me confeccionó el vestido que llevaba puesto ese día. Había comprado la tela, un tejido de encaje precioso, en Canarias durante el tiempo que el barco permaneció atracado en el puerto de Las Palmas.


También me trajeron una cámara fotográfica… y una especie de prismáticos en los que se introducían unos discos que permitían ver en imágenes fotográficas y en color, varios cuentos infantiles. Uno por cada disco. Y vestidos. Varios vestidos que mi madre había confeccionado tomando como referencia los que se recogían en unas revistas especializadas, y con la ayuda de las medidas que mi abuela le había enviado en una de las cartas que le escribía…


Recuerdo el día en que nos desplazamos hasta el Puerto de El Musel para recibirles. Durante el viaje hasta Gijón mi abuela no cesaba de repetirme que eran mis padres y mi hermano y yo debería hacerles un recibimiento muy cariñoso. Así que debería ir corriendo hacia ellos cuando pusiesen el pie en tierra después de descender por la escalerilla del barco. Y así lo hice aunque no recuerdo que me acompañase el entusiasmo en el acto sino la convicción de que debía ser así.


Después del revuelo inicial, lo que más me impactó fue la presencia de dos baúles de madera que a mí me parecieron enormes. Cuando hicieron aparición abandonamos el puerto y nos fuimos en taxi camino al pueblo.


Y allí estaban desde hacía aproximadamente un mes. Aún les quedaba otro mes de estancia durante el que yo les acompañaba en sus paseos por el pueblo, saludando a diestro y siniestro al vecindario y tomando el vermú acompañado de aceitunas y de las chocolatinas napolitanas que mi madre compraba asiduamente en una confitería del pueblo en la que encontró unas parecidas a las que saciaban su vicio en Guinea. Cuando se fueron ( mi hermano se fue con ellos de nuevo) todo volvió a la normalidad.


Pero aquel 12 de Junio de 1960, formaba parte del paréntesis temporal en el que me hallaba. Iba yo preciosa con una corona de flores de tela muy bonita acompañando al vestido. Rosario y libro con tapas de nácar entre mis manos enguantadas. Era costumbre entonces que los vestidos de comunión llevasen un complemento llamado “limosnera”. Un bolso de pequeño tamaño hecho con la misma tela del vestido, que las niñas llevaban en la mano o sujeto con un prendedor a la altura de la cintura con la finalidad de guardar en él las propinas que algunas personas tenían por costumbre dar en estas ocasiones. A mi familia eso no le parecía bien. La presencia de la limosnera era, en su opinión, un compromiso y una demanda indirecta poco digna. Así que yo me quedé sin aquel bolsito que, al margen de la finalidad de recaudación en la que yo no pensaba, me parecía algo muy atractivo.


Por supuesto, mi padre no acudió a la ceremonia religiosa. Bareto no entró en el recinto del templo, pero no tuvo inconveniente en acercarse al pórtico. Lo que recuerdo con más tensión en aquel día, del que no tengo especiales recuerdos a excepción de los pendientes recién estrenados y del reparto de recordatorios de los que me habría gustado quedarme con unos cuantos, fue el agobio que me supuso despegar la sagrada forma del paladar al que se había pegado en parte. Me parecía sacrílego tener que tratar el cuerpo de Cristo a lengüetazo limpio.


Karen Dinesen
P.D.La imagen ha sido extraída de Internet// caballerotrueno.wordspress.com

sábado, 5 de junio de 2010

5 DE JUNIO DE 2010



Salgo a la caza de la primavera.
Se marchó Mayo y Junio va a la zaga.
Me duele ver cómo se va y se apaga.
Atraparla entre redes yo quisiera.

Disfrutar sin sufrirla si pudiera.
No pensar en el tiempo que se escapa.
Sentir cómo el momento me acapara
y acapararlo yo de igual manera.

Fue flor en el manzano, hoy es manzana.
Será rojo el cerezo. De cerezas.
Del blanco del espino queda nada.

Ahora del saúco la flor cuelga.
Es necio pretender frenar su marcha
si en cada instante brinda una sorpresa.

Karen Dinesen



P.D. La imagen fue extraída de Internet: comoantiguamente.blogia.com