Hoy estaba haciendo un comentario en el blog de Luis Simón y se entrometió “mi tío”. Ya os he dicho que, aunque tuve más tíos sólo éste se ganó la exclusividad del posesivo. El resto son el tío Pepe, el tío Tante… Sin embargo, Joaquín es “mi tío”. Influyó de forma decisiva en parte de lo que yo pueda ser hoy.
Él fue quién hizo llegar hasta mí aquello de “no es más feliz quién más tiene sino quien menos necesita”. Me enseñó a multiplicar con la tabla de Pitágoras y me hizo entrar en “Fantasía” llevándome al cine mientras me apuntaba, discretamente en voz baja, “esta música es del Cascanueces ”, cuando aparecía en pantalla el genial baile de los hipopótamos. O, “escucha, ésta que suena ahora es el Vals de las flores”…Al salir del cine ibamos a casa tarareando las melodías.
Había un programa radiofónico en mi infancia, cuya sintonía era la Marcha triunfal de la Ópera “Aida” de Verdi. También me llegó gracias a él. Cada vez que sonaba, él preguntaba: ¿Qué es lo que suena? A lo que yo respondía siempre, una y otra vez, según él me había indicado.
Me enseñó el Himno de Riego, La internacional y La Marsellesa.De ésta decía que, además de gustarle musicalmente hablando, era un símbolo de libertad: “Allons enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivée”. Hoy me pregunto cómo podía saber la letra y pronunciar a la perfección, cuando nunca tuvo acceso a aprender el idioma. Aún estoy a tiempo. Lo haré la próxima vez que le vea.
Durante las vacaciones de verano me llevaba con él a su lugar de trabajo. Yo llevaba cuentos para leer mientras él también leía aprovechando aquellas largas mañanas en la “oficina de telégrafos”, esperando que sonase alguna vez el teletipo. Pocos telegramas llegaban al pueblo entonces. Alguna felicitación de boda o cumpleaños, algún que otro pésame…A lo largo de la mañana podía hacer su aparición el Jefe de la oficina, impecablemente vestido de traje (mi tío llevaba un uniforme gris aunque jamás se puso la gorra de plato) e intercambiaba algunas palabras con él sobre las incidencias posibles (o sea ninguna salvo infrecuente avería que solventaba Che, el responsable de mantenimiento, que sólo aparecía si se reclamaba su presencia). Permanecía allí durante lo que a mí me parecía un breve periodo de tiempo y se iba. Si algún telegrama de los recibidos, consideraba que era de urgente reparto, salíamos a hacer entrega del mismo cerrando la oficina entretanto y colocando un letrero indicando que en breve volveríamos. Otras veces hacíamos el reparto al final de la jornada.
A mí me encantaba el lugar. Cierto que tenía mucha luz. Entraba por amplios ventanales que accedían a balcones de piedra (arenisca?) con barrotes torneados a los que mi abuela temía. Se pasaba la vida haciéndome recomendaciones para que no metiera la cabeza entre ellos si salía al balcón por alguna razón. La puerta de acceso a la oficina entraba directamente a un amplio espacio dónde podrían hacer cola en ventanilla un buen número de personas. Aunque lo cierto es que nunca recuerdo ni una cola de dos al menos.
Él fue quién hizo llegar hasta mí aquello de “no es más feliz quién más tiene sino quien menos necesita”. Me enseñó a multiplicar con la tabla de Pitágoras y me hizo entrar en “Fantasía” llevándome al cine mientras me apuntaba, discretamente en voz baja, “esta música es del Cascanueces ”, cuando aparecía en pantalla el genial baile de los hipopótamos. O, “escucha, ésta que suena ahora es el Vals de las flores”…Al salir del cine ibamos a casa tarareando las melodías.
Había un programa radiofónico en mi infancia, cuya sintonía era la Marcha triunfal de la Ópera “Aida” de Verdi. También me llegó gracias a él. Cada vez que sonaba, él preguntaba: ¿Qué es lo que suena? A lo que yo respondía siempre, una y otra vez, según él me había indicado.
Me enseñó el Himno de Riego, La internacional y La Marsellesa.De ésta decía que, además de gustarle musicalmente hablando, era un símbolo de libertad: “Allons enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivée”. Hoy me pregunto cómo podía saber la letra y pronunciar a la perfección, cuando nunca tuvo acceso a aprender el idioma. Aún estoy a tiempo. Lo haré la próxima vez que le vea.
Durante las vacaciones de verano me llevaba con él a su lugar de trabajo. Yo llevaba cuentos para leer mientras él también leía aprovechando aquellas largas mañanas en la “oficina de telégrafos”, esperando que sonase alguna vez el teletipo. Pocos telegramas llegaban al pueblo entonces. Alguna felicitación de boda o cumpleaños, algún que otro pésame…A lo largo de la mañana podía hacer su aparición el Jefe de la oficina, impecablemente vestido de traje (mi tío llevaba un uniforme gris aunque jamás se puso la gorra de plato) e intercambiaba algunas palabras con él sobre las incidencias posibles (o sea ninguna salvo infrecuente avería que solventaba Che, el responsable de mantenimiento, que sólo aparecía si se reclamaba su presencia). Permanecía allí durante lo que a mí me parecía un breve periodo de tiempo y se iba. Si algún telegrama de los recibidos, consideraba que era de urgente reparto, salíamos a hacer entrega del mismo cerrando la oficina entretanto y colocando un letrero indicando que en breve volveríamos. Otras veces hacíamos el reparto al final de la jornada.
A mí me encantaba el lugar. Cierto que tenía mucha luz. Entraba por amplios ventanales que accedían a balcones de piedra (arenisca?) con barrotes torneados a los que mi abuela temía. Se pasaba la vida haciéndome recomendaciones para que no metiera la cabeza entre ellos si salía al balcón por alguna razón. La puerta de acceso a la oficina entraba directamente a un amplio espacio dónde podrían hacer cola en ventanilla un buen número de personas. Aunque lo cierto es que nunca recuerdo ni una cola de dos al menos.
La ventanilla formaba parte de un frente de madera ajustado entre las dos paredes laterales del lugar. Por la izquierda, a través de una puerta batiente, se accedía al interior de la oficina, donde se realizaba el trabajo. Era un amplio espacio, o a mí me lo parecía. Y había una inmensa mesa donde estaba el teletipo y un montón, nunca mejor dicho, de cosas más. Yo me hacía un hueco en la mesa para apoyar mi libro, y a mi menester.
Mi tío es una persona extraordinaria. Llenaría páginas hablando de él. Aún conserva una maleta de cartón con protecciones metálicas en las esquinas, en cuyo interior tiene, entre montones de escritos y reflexiones, un álbum de cromos de Blancanieves que es una joya. En el interior de la tapa que cierra la maleta luce una foto en blanco y negro de Marilyn Monroe extraída de alguna revista de Fotogramas.
Tiene 82 años, la mente ágil y le brillan los ojos. Sigue pensando que el comunismo es la única solución a los problemas del mundo. (Y frenar la explosión demográfica que sufrimos. Es obsesión y premisa previa a cualquier propuesta de debate). Todo el mundo le llama pesado. Tal vez lo sea. Yo le quiero un montón.
(Karen Dinesen)