jueves, 24 de septiembre de 2009

UN ALTO PARA LA REFLEXIÖN






Seronda y yo nos tomamos un descanso.

Gracias por la visita.


K.D.

martes, 22 de septiembre de 2009

MI QUINTO CUMPLEAÑOS

Había prometido que la próxima "entrega" de mis andanzas de infancia (o sea, ésta) se la dedicaría a Mary, que parece seguirlo como un serial radiofónico de aquellos de Sautier Casaseca. Marydé, también. Así que la incorporo a la dedicatoria. Y ya puestos, para cerrar las entregas, que me hacen sentir como el "abuelo Cebolleta", pues a quien quiera incorporarse a la fiesta de cumpleaños...
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Cuando cumplí cinco años mi abuela consideró que la nueva casa de mis padres, en la que había habilitado la sala con una sencilla mesa de mimbre, sillas y sillones a juego, podría ser más apropiada para albergar cómodamente al escaso número de invitados. Eso sí: honorables todos ellos.

La más joven, excluida yo misma, era mi tía Manolita que ya no cumplía los 45 aunque su aspecto no delatase su edad. Podría decirse de ella que estaba soltera (y así lo hacía creer ) ya que su matrimonio, llevado a efecto durante la guerra civil, fue breve al caer abatido en el frente su recién estrenado marido a los pocos meses del evento que la había hecho pasar de señorita a señora. La recuerdo siempre distinguida en su porte y ademanes. Alegre y dicharachera. Muy distinta al resto de sus hermanos entre los que se contaba mi padre. Caminaba siempre sobre altos tacones y sus vestidos marcaban el talle. Esbelta aunque no muy alta. Rubio el pelo, al menos desde que yo tengo conciencia de su existencia, con melena peinada a lo Rita Hayworth y carmín en los finos labios. Este aspecto tenía también ese 3 de Julio de 1958 mientras comía el trozo de tarta que yo misma, siguiendo las indicaciones de mi abuela, le había entregado en un platito. Probablemente ya estaba entonces su pensamiento lejos del pueblo. Poco después se marchó a Francia, viendo que Francia no venía a ella. Allí encontró al príncipe azul, descolorido por el paso del tiempo, encarnado en un ucraniano afincado en Canadá. Y empezó a enviarnos noticias desde Toronto.

No había sido la primera en recibir su parte de mi pastel de cumpleaños. Pues ese honor le había correspondido a mi bisabuela Teresa, popularmente conocida como “Teresina la cantera”; el apodo le vino de la profesión de mi bisabuelo ya fallecido. Cantero, de cuya labor aún queda alguna muestra en el pueblo: un relieve en el frontón del dintel de la entrada a una tienda de ultramarinos. A pesar de las segundas nupcias de mi abuela, ésta seguía considerando a Teresa como su suegra. Bien pensado no tenía otra, ya que Bareto y sus hermanos eran huérfanos desde niños y habían vivido repartidos entre sus familiares más próximos.

Con mi bisabuela, de aspecto menudo, el pelo completamente blanco recogido en un moño y vestida enteramente de negro, también tuvieron la delicadeza de acudir a la convocatoria dos hijas suyas, y, por ende, cuñadas de mi abuela: Flora, casada con el paciente y entrañable Floro, y orgullosa de aquella permanente que le electrizaba el cabello, y Carmina, sempiterna soltera. No sé si su estado era vocacional o fruto de las circunstancias. No parecía proclive a las sonrisas aunque siempre tenía para mí una palabra amable.

Y cierra el círculo de invitados, Mercedes. Era prima de mi padre. Un encanto de mujer. A camino entre los cuarenta y los cincuenta y apuntada también a la soltería, su rostro mostraba una perpetua sonrisa. Derrochaba simpatía y hablaba por los codos. A Mercedes le rompió el noviazgo la guerra civil. Su novio y ella quedaron, tras el estallido, situados en bandos distintos. Y ella le perdió la pista…Ya entrada en años recibió la visita de un jubilado Carlos, viudo, y cuyos hijos, que ya le habían proporcionado nietos, tenían su vida demasiado ocupada. Volvió a buscarla. Y la encontró. Mercedes no se había pasado la vida esperando de su casa a la estación por ver si Carlos volvía. Pero éste se sabía bien el camino desde la estación hasta su casa. Se casaron entonces y disfrutaron juntos sus últimos años en una residencia para ancianos de la que la buena salud que ambos disfrutaban les permitía salir a pasear y gozar de los pequeños placeres cotidianos: un café en el Avenida, una comida en casa Milagros, una amena charla en la calle con un vecino o pariente… La vida es agradecida con quien agradece vivir…

Pues bien. A este elenco de asistentes a la celebración de mi quinto cumpleaños, súmense mi trío familiar y ya tenemos la escena. Yo de pie sobre una de las sillas, repartiendo trozos de tarta a diestro y siniestro, ocupando el centro del coro, peinada estilo paje y con un vestido blanco, cuyo vuelo recordaba a la corola invertida de una almidonadísima amapola (si esto pudiera ser), con una cinta de raso roja alrededor del vestido a la altura casi de la axila, atada en la parte delantera con un lustroso y enorme lazo.

Mientras mi abuela sigue en su papel de anfitriona, vigilante para que el moscatel no falte en las copas, y mi tío Joaquín piensa sesudamente por dónde será más adecuado hincarle la cucharilla al pastel, Bareto recibe el trozo de tarta con su mano derecha mientras esconde la izquierda a la espalda, sujetando un pitillo entre los dedos índice y pulgar, amarillentos por el efecto del tabaco de picadura de cuarterón.

Y yo, en este escenario, escondiendo mi timidez bajo una expresión de dulce candidez, siguiendo un protocolo de instrucciones que comenzaba en el soplido de las velas, y terminaba en la expresión de agradecimiento plasmada en una fotografía de conjunto hecha por Minfer el fotógrafo. Destino de la misma, Guinea Ecuatorial.

Karen Dinesen

jueves, 17 de septiembre de 2009

CAMBIO DE DOMICILIO



La casa que mis padres habitarían a la vuelta de Guinea estaba lista.

Mi abuela y yo habíamos seguido de cerca y celosamente la construcción de la misma a lo largo del tiempo que duró la obra.

Fue necesario contratar a un carpintero para suplir a mi padre, seleccionado como uno de los afortunados por su condición profesional. Aunque, a decir verdad, él, mi padre, se había negado a elevar la solicitud para ocupar una casa candidata a llevar adosada a la pared una placa en la que rezase “Grupo de viviendas Francisco Franco”. Por lo que hubo que contar de nuevo con las habilidades de mi abuela para resolver.

Se construyeron sobre un solar municipal y la colaboración del Sindicato Vertical que puso los materiales en préstamo, a pagar por los beneficiados en el sorteo, en un plazo de 15 años. La Sindical ( que así se referían en casa a la entidad que representaba el Sindicato) funcionaba como una tienda de venta a crédito y al por mayor. Y así iba entregando sacos de cemento, camiones de ladrillos, listones de madera, metros de tubería…Y mensual y puntualmente el propietario en ciernes, iría saldando la deuda una vez finalizada la obra. La factura consistía en un sello especialmente diseñado para la causa por el valor del importe pagado. Teníamos un álbum por escritura. Con tapas duras y un papel de calidad. Eso sí que es señorial.

La mano de obra estaba constituida por los futuros propietarios: albañiles, encofradores, pintores, carpinteros, electricistas, fontaneros...La crême de la crême de la clase trabajadora. Una cooperativa con el sello del Sindicato Vertical. Un poco discriminatorio me parece a mí que fue el proceso de selección para la adjudicación de las viviendas. Porque no dio pie a que pudiesen disfrutar de las delicias de aquella urbanización otros trabajadores; que digo yo que así serían denominados los empleados de Banca, los agentes comerciales, Luis el de la droguería Mari Tere o el médico de cabecera que teníamos en casa: D. Manuel. Que nos visitaba con la misma frecuencia con que mis anginas se inflamaban. Pero bien pensado, ¿qué podrían aportar a la construcción de una casa?...¡ Hombre ¡ Don Manuel siempre podría ejercer una cura de urgencia ante un posible accidente laboral…Pero seguramente ya tendrían techo. Digo yo…

Total que, con estos cimientos, y nunca mejor empleado el término, se puso en pie con orgullo de clase, un complejo urbanístico que bajo la denominación de “barrio obrero” estaba formado por veintidós casitas adosadas de dos plantas con un patio trasero (que mi abuela cubrió de dalias, hortensias, pensamientos y un par de ciruelos japoneses) en torno a unos jardines en cuyo centro estaba “el pilón”…

El pilón era como llamábamos a un surtidor en el que los niños del barrio medíamos nuestras habilidades intentando saltar desde el muro contenedor hasta el centro de la pila, en dónde se ubicaba la columna surtidora pintada de azul. Estaba construida en metal sobre una base de caras cuadradas y disponía de dos cuencos a distintas alturas y de distinto tamaño. Recogían el agua y la echaban a la pila a través de unos agujeros forjados en sus bordes en forma de flor. En este intento de salvar la distancia cruzando sobre el agua, más de un chapuzón se llevó algún valiente que gozaba de mi admiración.

Yo, que tenía como objetivo realizar la hazaña, lo intentaba cuando vaciaban la pila para poder limpiarla, y en la que, a modo de fondo marino, se encontraban todo tipo de tesoros: chapas, canicas, cuentas de collares de colores, algún indio de plástico suelto, su caballo o las dos figuritas juntas, monedas de diez céntimos…incluso alguna de cincuenta, cuyo agujero central y su diseño la hacían especialmente atractiva. Aún recuerdo la emoción y el vértigo que sentí el día que apoyé mis manos en el borde de uno de los cuencos del surtidor central. Permanecía yo inclinada, completamente estirada, con los pies apoyados en el muro exterior y las manos aferradas al borde del cuenco. Sentía una mezcla de emociones entre la satisfacción de haberlo conseguido y el miedo a no poder volver a recuperar la posición inicial sin caerme. Sólo se trataba de sentirme segura e impulsarme hacia atrás con fuerza, ya que mis pies estaban apoyados en toda su extensión. El temor previo, por miedo a que el estirón me obligase a elevar los talones permaneciendo apoyada sólo sobre las puntas de los pies, había desaparecido. Con la tensión ocupando masa y huecos de mi menudo cuerpo, después de un rato aguantando la posición, tomé la decisión de arriesgar mis huesos y con un impulso hacia atrás, me encontré en el punto de partida. ¡Uff, qué alivio!. Seguro que la sonrisa me llegaba de oreja a oreja. Aquello que tantas veces había visto hacer con soltura a mis compañeros de calle, ya estaba yo en camino de conseguirlo. Ahora podría repetir la operación con seguridad e intentar saltar hasta la base cuadrada del surtidor, para después darse la vuelta y volver a salir de un salto cruzando el “abismo”. Una vez conseguido, la destreza sería sólo cuestión de entrenamiento.

En aquel entorno comenzaba una nueva etapa de mi infancia. Mi abuela, mi tío, Bareto y yo misma, nos habíamos trasladado desde El Encanto para ocupar otra vivienda cercana a la de mis padres, aunque formaba parte de otro grupo de bloques de construcción distinta que le daban continuación al barrio. En este caso se trataba de un conjunto de seis edificios iguales con cuatro plantas y dos viviendas por planta. De haber sido hoy, podría denominarse “Residencial Corominas”, en honor del arquitecto que amortizó su carrera durante el franquismo con el diseño, ya que fue extrapolado a todos los barrios obreros que conozco de la época. Pero no estaban los tiempos para derroches y, tal vez por eso, la denominación quedó reducida a “Las Corominas”. El desconocimiento popular y las alteraciones propias de la tradición oral, acaban por cambiar la “r” por una “l”, dándole el toque de clase que correspondía.

Allí, en el portal número 1, cuarta planta, derecha (porque seguramente la izquierda ya estaba ocupada), viví desde mis cumplidos cinco años hasta bien entrada en los doce, repartido mi tiempo entre el cariño entusiasta de mi familia, la severidad del colegio y el calor y color de la calle.
Karen Dinesen

sábado, 12 de septiembre de 2009

TRAS LA REJA

Este soneto fue creado gracias a una sencilla, bonita y sugerente fotografía y a la reflexión que la acompañaba , publicadas ayer en el blog SinLaVenia.



¿Qué puede esconderse tras esa reja
que sólo silencio su voz procura?
Un alma, tocada por la locura
de lacerante amor, no emite queja.

¿Puede ser quién se esconda tras la verja,
soportando silente la tortura
de estar ciega y carente de cordura?...
Apoyo mis manos, pego la oreja.

Un latido inquietante oír se deja.
Mi ojo parejo al de la cerradura
nada ve. Siento el latido en la ceja.

¡Es mi pecho el que late -qué tontura-
al ritmo del zumbido de una abeja!
Y tras la verja un soplo de frescura.

Karen Dinesen

jueves, 10 de septiembre de 2009

EL ENCANTO

Mientras mi madre, en compañía de mi hermano Luis, disfruta de su trayecto marítimo, en un barco mercante que disponía de camarotes para pasajeros, como si de un crucero se tratase, yo continúo descubriendo el mundo en el reducido, y extenso a mis ojos, entorno del pueblo con la ayuda de los tres pilares que apuntalan mis vivencias, entre el mundo exterior y el que se encerraba entre las paredes de la vivienda que aún habitábamos en las inmediaciones de El Encanto.

La casa en que nací, y en la que vivimos hasta haber cumplido yo los cinco años, formaba parte del grupo de casas conocidas como las de Don Obdulio.

Don Obdulio era una mezcla de prócer y cacique desconchado a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero sobretodo, era rico. Y el dueño de las viviendas en su época. En una de ellas vivía su chofer, Higinio, a quién dejó en herencia la “urbanización” al completo y de la que éste se convirtió en propietario ya antes de que mi madre naciera. Sin embargo, Higinio no consiguió cambiar la denominación de sus propiedades, que siguieron siendo para siempre las casas de Don Obdulio.

Eran casas de dos plantas y tres viviendas. Una de ellas en la planta baja con acceso desde el interior del portal, y otras dos en la primera planta, a la que se llegaba por una escalera de madera. Ocupábamos nosotros la situada en la izquierda de la planta alta. Enfrente teníamos como vecinas a dos hermanas solteras y jóvenes, aunque ya cerca del límite de edad para ser consideradas fuera de competición como casaderas. Maruja y Mercedes vivían en compañía de su madre, Aurora. No siendo lo que se dice la alegría de la huerta, contribuían a hacerme agradables los breves encuentros que mantenía con ellas. Pero yo disfrutaba especialmente cuando me tropezaba con José Antonio, el hijo de Elvira y del afilador, que vivían en el portal contiguo al nuestro. José Antonio era dos años mayor que yo y siempre nos referíamos a él, incluso ya crecido, como Nené; sobrenombre con el que yo le bauticé en mis balbuceos iniciales, mientras me mantuve en el umbral del uso de la palabra.

Las casas de D. Obdulio se alineaban en un lado de una calle que comenzaba en el casco urbano y finalizaba en el punto en que se abría una carretera flanqueada por enormes y hermosos álamos que conducía a la capital. Nuestra casa se situaba, en el marco de ese alineamiento, a la altura de un cruce que se formaba debido a la convergencia de otras calles que tenían allí su confluencia. A la altura del mismo, justo enfrente de mi casa, se encontraba un chalet de estilo indiano, con su palmera y todo, en el centro de una gran finca de bellos jardines rodeados por un muro amarillo de baja altura, sobre el que se alzaba una verja pintada de verde que permitía ver el interior de la finca a través de los laureles plantados por dentro, alineados a la pared. El portón de acceso era asimismo un enrejado forjado en metal, lo que facilitaba contemplar la casa en todo su esplendor. Su nombre: El Encanto. El gusto refinado de sus dueños para sacarlo del anonimato, fue lo que procuró tan encantadora denominación a la zona en la que se encontraba ubicado, saltando el nombre las verjas y salpicando a las casas de D.Obdulio.
Fue allí, en las casas del Encanto, dónde empecé a dejarme seducir por todo lo que llevase aroma a encantamiento. Que en esa época y a mis pocos años era casi todo; ya que mi abuela, mi tío y Bareto funcionaban como un trío detector de agentes contaminantes, impidiendo toda intoxicación que no llevase un sello familiar. Y los tóxicos de casa, ya se sabe, son menos tóxicos si van envueltos en el cariño que iban los míos.

Mi madre comenzaba a vivir su época dorada pateando las calles de las ciudades en cuyos puertos hacía escala el Dómine, enfundada en sus pantalones blancos tobilleros y su jersey a rayas de escote barco, mientras yo acompañaba a Bareto en las tardes soleadas de principio de verano hasta un río próximo a casa. Recorríamos la estrecha vereda entre los árboles que bordeaban la ribera y los maizales, hasta un lugar en el que el río hacía un remanso: El Pocín.

Allí, después de poner en el suelo su cajón de pesca, se disponía a montar la caña, hecha de trozos de cañavera que iba ensamblando y haciendo cada vez más larga. Del extremo superior colgaba la tanza o hilo que llevaba enrollada, junto con la plomada, en una pieza de madera con forma ahormada. Al final del hilo enganchaba el anzuelo, después de seleccionar cuidadosamente cuál era el apropiado para las pretensiones. Sacaba del interior del cajón una caja redonda de lata cuya función, aquélla para la que fue creada, había sido anteriormente la de servir de envase a la cera abrillantadora de madera. Ahora estaba llena de gusanos y arena húmeda que había recogido entre los lodos cercanos a la orilla de la ría: “xagorra”, llamaba él a lo que le iba a servir de cebo.

A lo largo de este proceso pasaba de permanecer de pie mientras montaba la caña, a sentarse sobre el cajón para colocar anzuelo y cebo. El cajón, que transportaba al hombro, estaba hecho en madera y tenía la forma de un tronco de pirámide de bases rectangulares. Era lo suficientemente amplio como para poder sentarse sobre él. La tabla que lo tapaba tenía un agujero en cada uno de los extremos que, junto a los realizados en las caras que cerraban el cajón por los lados, permitían el paso a una cuerda gruesa anudada en la parte exterior de los laterales para evitar que se soltase. Cuando alguna pieza caía, después de desengancharla del anzuelo agarrándola con fuerza para evitar que se escurriese, se incorporaba, levantaba la tapa que le servía de asiento y…¡ adentro! Durante un ratito, breve eso sí, sentías al pez golpear contra las paredes del cajón dando sus últimos coletazos. Volvía de nuevo a repetir el ritual de enganchar el cebo, lanzar la caña para que se fuese todo lo lejos que la plomada permitía, y sentarse. Me pedía que de vez en cuando mirase el hilo a ver si se movía por si algún pez picaba mientras él, sentado de nuevo sobre el cajón, retomaba la lectura de alguna novela de Marcial Lafuente Estefanía, y yo volvía a “Los viajes de Gulliver” asentando mi trasero en el suelo y cruzando las piernas mientras el sol del atardecer nos rozaba suavemente.
Karen Dinesen

sábado, 5 de septiembre de 2009

DESTINO : "LA GUINEA"

( San Carlos / Fernando Póo)


Diciembre de 1955...Faltaba poco para la llegada de la Navidad.


Mi padre baja la escalerilla del avión con una soltura inusual y un gesto que muestra la naturalidad de quien lo hiciera frecuentemente. Lleva un traje oscuro con la americana desabrochada, sobre la que se abre con ligereza una gabardina colocada sobre los hombros cuidadosamente, a pesar del aspecto desenfadado que le da el cuello con las solapas a medio subir. Sus manos parecen ocupadas con la corbata en un gesto difícil de precisar. Tal vez el calor le invitase a desprenderse de ella. Por encima de ellas destaca el blanco y amplio cuello de la camisa. Sus ojos miran a la cámara como alguien acostumbrado a las luces del flash. No expresa su rostro sorpresa, ni sobresalto, ni extrañeza. Con aparente serenidad lanza fijamente su mirada en la dirección del fotógrafo pareciendo traspasarle, ignorando su objetivo y observando algo que le llamase la atención tras la cámara. Pero probablemente esta apariencia no fuese más que el envoltorio del temor y la inseguridad que le acompañaban aquel día, que puso por primera vez sus pies en aquella tierra lejana y ajena a sus rutinarias ocupaciones en el pueblo, repartidas entre la familia y el trabajo que hasta entonces había desempeñado en una carpintería.

La fotografía que le envió a mi madre dejaba constancia de su llegada al aeropuerto de Santa Isabel, capital de Fernando Póo. Esta pequeña isla , junto con algunos islotes y una parte del continente africano, bautizada como Río Muni, conformaban el territorio de Guinea Ecuatorial, colonia española hasta su independencia el 12 de octubre de 1968.

Llegó mi padre a Guinea con un empujoncito de mi madre que le veía reticente ante la llamada de quién había sido dueño de una carpintería en el pueblo años atrás. En ella, mi padre adolescente había dado comienzo a su aprendizaje en el oficio. Este primer patrón conocía las cualidades personales de aquel muchacho al que adiestró en el arte de trabajar la madera. Por eso cuando se trasladó a la Bahía de Boloko y se hizo con una empresa maderera, no dudó en llamar a aquel mozalbete que ya no lo era para ponerle al frente del aserradero.

Sacar a mi padre de su tranquila vida, estable y sosegada, no fue labor fácil para mi madre a la que se le iluminaron los ojos al conocer la propuesta. Alentada por mi abuela, que veía en la oferta una oportunidad irrechazable de mejorar la situación en el trabajo del recién estrenado cabeza de familia, hizo todo lo posible, no sé si para convencer, pero sí para poner a mi padre en situación lo suficientemente comprometida, como para cambiar su trabajo en la carpintería que nos solventaba el sustento familiar, por las promesas inciertas de algo desconocido y distante con lo que sólo compartía el recuerdo grato de Manolo, su antiguo patrón, y el siempre cálido olor de la madera.

Y fue así, impulsado por su responsabilidad y la voluntad de mi madre, cómo llegó a instalarse en la bahía de San Carlos, asentándose en una vivienda que distaba unos cuatro kilómetros de la población. En plena selva y, paradójicamente, al lado de la carretera que se interponía entre el aserradero y una paradisíaca playa de aguas cálidas, poblada de esbeltas palmeras.

Mi abuela, ante la partida de mi padre y haciendo gala de su matriarcado, se encarga de mi custodia y de la de mi madre, embarazada entonces de cinco meses. Ésta, año y medio más tarde en el Puerto de El Musel, se embarca en el Dómine en compañía de mi hermano, que con unos cuantos meses ya estaba en condiciones de afrontar la larga travesía, para reunirse con mi padre.

Mi entorno se mantiene sostenido por el cariño que preñan cada día mi abuela, mi tío y Bareto.El cuarteto se queda en dueto virtuoso guiado por excelente batuta.

Karen Dinesen





martes, 1 de septiembre de 2009

MIS TRES PRIMEROS HOMBRES


Mi abuela contaba siempre orgullosa que comencé a caminar a los nueve meses. Hacía mis pinitos de pasarela, tambaleante pero erguida, sin más apoyo que mi instinto y mi inseguridad, amortiguada seguramente por la esperanza de unos brazos familiares que me esperaban abiertos unos metros más allá de la salida de meta.

No era costumbre entonces que los varones paseasen empujando el carricoche facilitando así el paseo a las criaturas que necesitaban de este medio para desplazarse. Así que de esa tarea, hasta el momento crucial en el que paso de cuatro patas a dos, se encargaban mi madre y mi abuela.

Fue ese el momento en el comienzan a estrecharse las relaciones con los hombres de mi familia. Mi padre y mi tío ponen especial empeño en darme a conocer el mundo, mientras Bareto se ocupaba más bien de darme a conocer al mundo.

Fue mi padre quién me dio el nombre de la amapola una vez descubierta. También puso en mi vocabulario la palabra mariposa. Era un hombre cumplidor, riguroso, perfeccionista, íntegro. Introvertido hasta extremos impensables. Con una concepción equivocada del orgullo que, unida a la percepción de ser un derrotado entre los triunfadores de la guerra civil, le llevaba a vivir la vida con cierta amargura injustificada, fruto de sus complejos y prejuicios. Su padre, mi otro abuelo también republicano, miembro del Comité de Guerra durante la contienda, fue responsable de organizar la evacuación de niños y mujeres. Detenido y ejecutado tras el correspondiente Consejo de Guerra, mi otra abuela pasa al grupo de viudas de guerra con siete hijos de los que Manuel, mi padre, era el más pequeño. Tras un breve exilio en Francia y posteriormente en Cataluña, mi abuela regresa al pueblo con toda su descendencia. Asustadizo y atemorizado, mi padre no consiguió librarse de sus miedos que arrastró, mutados en manifestaciones varias, a lo largo de su vida. Era sensible y muy tierno; cualidades que siempre consideró erróneamente como debilidades procurando no darles demasiado pábulo. Sin embargo, el tiempo que permaneció a mi lado durante mis dos primeros años se materializó en una fructífera relación paterno-filial que tenía sus momentos de exaltación cuando me acercaba en sus paseos hasta el río o a una alameda próxima. Allí, lejos de cualquier recuerdo contaminante, disfrutaba con mi disfrute dando respuesta a mis interrogantes, gozando de mis observaciones y sintiéndose complacido con mi insaciable curiosidad.

Por lo que respecta a mi tío Joaquín, disfrutaba acercándome al mundo de la música mientras tarareaba unos compases de la suite del Cascanueces o La Barcarola de los Cuentos de Hoffmann. Apuesto a que la luna y las estrellas me llegaron también a través de él, acompañándolas de un discurso sobre el Universo, ininteligible a mi corta edad en contenido pero cálido y entrañable en las formas, provocando en mí una sonrisa de agradecimiento.

El tercer hombre no es un espía; aunque dio su batalla como militante de la CNT y miembro activo del Batallón de Onofre. Bareto pasó de combatiente apasionado a abuelo suplente, con su pasión repartida entre el cariño y la admiración por mi abuela y por mí misma. Él se encargaba con su don de gentes y su simpatía de presentarme en sociedad, llevándome de la mano en sus paseos urbanos, luciendo yo mis almidonados vestidos y mis rizos acentuados con la ayuda del efecto fijador de la cerveza.

El peculiar método de fijación del peinado no desarrolló en mí inclinación alguna hacia el líquido elemento. Sin embargo, mi relación a tres bandas con mis tres hombres tal vez pudo haber formado mi pensamiento en la idea de que no es suficiente con un hombre para toda la vida.

Karen Dinesen