jueves, 17 de septiembre de 2009

CAMBIO DE DOMICILIO



La casa que mis padres habitarían a la vuelta de Guinea estaba lista.

Mi abuela y yo habíamos seguido de cerca y celosamente la construcción de la misma a lo largo del tiempo que duró la obra.

Fue necesario contratar a un carpintero para suplir a mi padre, seleccionado como uno de los afortunados por su condición profesional. Aunque, a decir verdad, él, mi padre, se había negado a elevar la solicitud para ocupar una casa candidata a llevar adosada a la pared una placa en la que rezase “Grupo de viviendas Francisco Franco”. Por lo que hubo que contar de nuevo con las habilidades de mi abuela para resolver.

Se construyeron sobre un solar municipal y la colaboración del Sindicato Vertical que puso los materiales en préstamo, a pagar por los beneficiados en el sorteo, en un plazo de 15 años. La Sindical ( que así se referían en casa a la entidad que representaba el Sindicato) funcionaba como una tienda de venta a crédito y al por mayor. Y así iba entregando sacos de cemento, camiones de ladrillos, listones de madera, metros de tubería…Y mensual y puntualmente el propietario en ciernes, iría saldando la deuda una vez finalizada la obra. La factura consistía en un sello especialmente diseñado para la causa por el valor del importe pagado. Teníamos un álbum por escritura. Con tapas duras y un papel de calidad. Eso sí que es señorial.

La mano de obra estaba constituida por los futuros propietarios: albañiles, encofradores, pintores, carpinteros, electricistas, fontaneros...La crême de la crême de la clase trabajadora. Una cooperativa con el sello del Sindicato Vertical. Un poco discriminatorio me parece a mí que fue el proceso de selección para la adjudicación de las viviendas. Porque no dio pie a que pudiesen disfrutar de las delicias de aquella urbanización otros trabajadores; que digo yo que así serían denominados los empleados de Banca, los agentes comerciales, Luis el de la droguería Mari Tere o el médico de cabecera que teníamos en casa: D. Manuel. Que nos visitaba con la misma frecuencia con que mis anginas se inflamaban. Pero bien pensado, ¿qué podrían aportar a la construcción de una casa?...¡ Hombre ¡ Don Manuel siempre podría ejercer una cura de urgencia ante un posible accidente laboral…Pero seguramente ya tendrían techo. Digo yo…

Total que, con estos cimientos, y nunca mejor empleado el término, se puso en pie con orgullo de clase, un complejo urbanístico que bajo la denominación de “barrio obrero” estaba formado por veintidós casitas adosadas de dos plantas con un patio trasero (que mi abuela cubrió de dalias, hortensias, pensamientos y un par de ciruelos japoneses) en torno a unos jardines en cuyo centro estaba “el pilón”…

El pilón era como llamábamos a un surtidor en el que los niños del barrio medíamos nuestras habilidades intentando saltar desde el muro contenedor hasta el centro de la pila, en dónde se ubicaba la columna surtidora pintada de azul. Estaba construida en metal sobre una base de caras cuadradas y disponía de dos cuencos a distintas alturas y de distinto tamaño. Recogían el agua y la echaban a la pila a través de unos agujeros forjados en sus bordes en forma de flor. En este intento de salvar la distancia cruzando sobre el agua, más de un chapuzón se llevó algún valiente que gozaba de mi admiración.

Yo, que tenía como objetivo realizar la hazaña, lo intentaba cuando vaciaban la pila para poder limpiarla, y en la que, a modo de fondo marino, se encontraban todo tipo de tesoros: chapas, canicas, cuentas de collares de colores, algún indio de plástico suelto, su caballo o las dos figuritas juntas, monedas de diez céntimos…incluso alguna de cincuenta, cuyo agujero central y su diseño la hacían especialmente atractiva. Aún recuerdo la emoción y el vértigo que sentí el día que apoyé mis manos en el borde de uno de los cuencos del surtidor central. Permanecía yo inclinada, completamente estirada, con los pies apoyados en el muro exterior y las manos aferradas al borde del cuenco. Sentía una mezcla de emociones entre la satisfacción de haberlo conseguido y el miedo a no poder volver a recuperar la posición inicial sin caerme. Sólo se trataba de sentirme segura e impulsarme hacia atrás con fuerza, ya que mis pies estaban apoyados en toda su extensión. El temor previo, por miedo a que el estirón me obligase a elevar los talones permaneciendo apoyada sólo sobre las puntas de los pies, había desaparecido. Con la tensión ocupando masa y huecos de mi menudo cuerpo, después de un rato aguantando la posición, tomé la decisión de arriesgar mis huesos y con un impulso hacia atrás, me encontré en el punto de partida. ¡Uff, qué alivio!. Seguro que la sonrisa me llegaba de oreja a oreja. Aquello que tantas veces había visto hacer con soltura a mis compañeros de calle, ya estaba yo en camino de conseguirlo. Ahora podría repetir la operación con seguridad e intentar saltar hasta la base cuadrada del surtidor, para después darse la vuelta y volver a salir de un salto cruzando el “abismo”. Una vez conseguido, la destreza sería sólo cuestión de entrenamiento.

En aquel entorno comenzaba una nueva etapa de mi infancia. Mi abuela, mi tío, Bareto y yo misma, nos habíamos trasladado desde El Encanto para ocupar otra vivienda cercana a la de mis padres, aunque formaba parte de otro grupo de bloques de construcción distinta que le daban continuación al barrio. En este caso se trataba de un conjunto de seis edificios iguales con cuatro plantas y dos viviendas por planta. De haber sido hoy, podría denominarse “Residencial Corominas”, en honor del arquitecto que amortizó su carrera durante el franquismo con el diseño, ya que fue extrapolado a todos los barrios obreros que conozco de la época. Pero no estaban los tiempos para derroches y, tal vez por eso, la denominación quedó reducida a “Las Corominas”. El desconocimiento popular y las alteraciones propias de la tradición oral, acaban por cambiar la “r” por una “l”, dándole el toque de clase que correspondía.

Allí, en el portal número 1, cuarta planta, derecha (porque seguramente la izquierda ya estaba ocupada), viví desde mis cumplidos cinco años hasta bien entrada en los doce, repartido mi tiempo entre el cariño entusiasta de mi familia, la severidad del colegio y el calor y color de la calle.
Karen Dinesen

6 comentarios:

miner dijo...

Contando la historia de tu familia, que era la de muchas familias de la época, remueves en mi recuerdos, y eso me gusta.
Lo de Corominas transformado en Les Colomines no lo sabia.

Un saludín

Karen Dinesen dijo...

Y a mí me gusta que te guste, Miner.Ye guapo sentir que lo que uno escribe conmueve a quién lo lee.
La evolución de la expresión, la deduje en mis años jóvenes cuando averigüé quién había sido el arquitecto Corominas. No está contrastada. Simplemente parezme una hipótesis ajustada.
(el cambiu de la "l" por la "r" y viceversa suele dase en algunos vocablos)
Otru saludu pa ti.

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

Con esas descripciones tan fantásticas no hace falta ni fotográfía ni vídeos. ¡La literatura nunca morirá!
Y no soy de los devotos de llamar fantástico a cualquier cosa, que hoy se abusa demasiado de ese adjetivo.
Lo de Colominas creo que es verdad. Casualmente alguien me lo comentó hace unos meses.

Karen Dinesen dijo...

Gracies L. Simón. La literatura no morirá mientras haya "devotos" de la misma. Y parece que somos bastantes.
Lo de que Colominas tenía su origen en "Corominas",como ya le decía a Miner, parez una deducción bastante lógica. O pareciómelo a mí.!

belijerez dijo...

Mis padres vivieron al principio en casa de una tía, y de mis abuelos, cuando yo tenía cuatro años consiguieron una vivienda del "sindicato", cuando tuve trece volvieron a mudarse. Esta última mudanza hizo que no pudiese viajar a Madrid con el cole, eran tiempos difíciles económicamente hablando. Me has recordado esa parte de mi infancia, tuvo momentos felices.
Gracias por compartirlo.

Marydè dijo...

Que claras son tus expresiones: parece de revivir lo que escribes, oye ahora que estàs no nos dejes s medias...