lunes, 25 de enero de 2010

¿DE QUIÉN ESTOY HABLANDO?....


Algunas veces le tropiezo y leo.
Intento comprender su parrafada.
Pero por voluntad que ponga…¡nada!
¡Como si se expresase en arameo!

Vértigo me produce y me mareo.
Quedo fuera de juego, noqueada,
ignorante de todo y bloqueada.
Pero entre lo que ignoro, clara veo

su actitud generosa y entregada.
Siempre a echar una mano está dispuesto.
A dar sabia respuesta a quien demanda.

Entra y les da lo que se lleva puesto
sin pedir nada a cambio. Ni las gracias.
De Alipio estoy hablando, por supuesto.


Karen Dinesen


Un abrazo (pero quítate de encima la jerga para que pueda dártelo...que pincha...jejeje)




viernes, 22 de enero de 2010

EL TIEMPO INEXORABLE


Teniendo en cuenta mis once lustrosos lustros y pico, no hay mejor rama de olivo en el pico de picar que la frasecita “Vivamos el presente”…Y apurémoslo en la medida que el ya desgastadillo “cuore” nos permita…

Me repito en el tema como los ajos de la coliflor que me engullí en la comida. El tiempo…infinito como concepto pero limitadillo cuando se trata de concretarlo en hechos y autores. O sea nosotros y nuestras chapuzas. Vista la mediocridad es esperanzador que unos y otros tengamos fecha de caducidad, “verdá usté”?...
Sin embargo, a mí como que ese tipo de esperanza me desesperanza. Al menos en lo que a mi cuerpo serrano concierne. Me entra un “virujo” por las entretelas que me llega hasta los higadillos cuando pienso en la velocidad que lleva el tiempo que me acompaña del brazo. Que por mucho que yo intente ralentizarlo, el puñetero lleva un ritmo endiablado. Y trato de convencerle de que no estoy para estos trotes. Pues nada. Si es jodido ir a su paso peor es que te deje atrás, evidentemente. En esta lucha por llegar a meta no tengo yo interés alguno. Da igual. No compito pero voy en carrera y con dorsal. Vistos desde fuera me imagino los muñecos colocados en esa cinta sin fin que aparecen en las barracas de feria en el tiro al blanco. Por eso, ser conscientes de que estamos vivos aquí y ahora es tan importante.

El presente, señor…Pero es que a veces… ¡qué presente, no?. Dan ganas de borrarlo del mapa de la historia si no me llevase a mí por delante…que me sigo queriendo mucho y algunos caramelos ya puedo yo robarle para mi disfrute exclusivo aunque esto suene a acomodado e insolidario…Y cuando se enquista…? Pues nada, me digo. Un paseíllo al futuro y entre tanto pasa el marrón.

¡A soñar! …A soñar qué, leches! ¿¿Con la jubilación???....Hombre… siempre es mejor jubilarse a que la oportunidad de hacerlo no te llegue, no?.En este punto de la reflexión echo la vista atrás. No digo que cualquier tiempo pasado fue mejor. No. Pues hubo blanco, negro, gris y todos los colores menos el rojo que era colorado. Pero visto desde ahora…¡no sabéis cómo lo disfruto! Ahí os va un trocín…

Karen Dinesen



UN DÍA DE OTOÑO


Los días otoñales transcurrían envueltos en la melancolía que traía consigo la caída de las hojas, de la luz solar, de la alegría que anegaba mis días de verano al aire libre…pero rellenos del calor que mi casa y mi familia me proporcionaban.


El colegio era un lugar lóbrego y poco acogedor sólo desagraviado por el olor que el mundo de la infancia desprendía a su paso camino de las aulas, del patio o de la capilla. Si algo se oía, era apenas un breve rumor mutilado de inmediato por la voz de la Hermana de turno llamando al silencio. Éste reinaba en las aulas junto con la campanilla que la monja agitaba al menor intento de musitar palabra.


No es que las Carmelitas de Vedruna no le diesen valor a nuestra voz infantil aunque ésta adquiriese más sentido a partir de los siete años, que es cuando el catecismo decía que se podía recibir la primera Comunión porque ya estábamos dotadas del uso de la razón. Pues eso. Que sí que se valoraban nuestras voces. Pero el orden, valor primordial en toda empresa o iniciativa que se precie, debe ser elemento preponderante. Y para mantenerlo se hablaba en momentos destinados a ello. Nuestra palabra tenía su turno. Cuando se hacía necesario exponer nuestros conocimientos sobre la lección del día… o al responder con la oración a los misterios y letanía del rosario que cotidiana y puntualmente rezábamos en la capilla al finalizar las clases antes de irnos definitivamente a casa…o en respuesta a preguntas de la Madre Superiora…Ésta era la mejor. Siempre salían de nuestra boca las palabras que ella quería oír, sin osar levantar la mirada del suelo. A decir verdad no tengo claro si, en general, era falta de osadía o vergüenza por la impostura. En mi caso, puro temor y nerviosismo.


El patio era nuestro lugar de desahogo. En él disfrutábamos de dos periodos de descanso. Uno a media mañana y otro al terminar las clases por la tarde antes del rezo del rosario. Durante el descanso matinal, después de tomar las galletas o el bollo suizo cubierto de azúcar, limpias las manos del pringue con ayuda del mandilón, la comba, el corro, jugar al matarile o al señor Don Gato eran un auténtico festejo.


Los días en el colegio se sucedían de forma monótona. Monotonía interrumpida por las horas de medio día que nos regalaban un sabroso tiempo de ocio. Los miércoles eran día de mercado en el pueblo y yo tenía la orden de mi abuela de dirigirme a la Plaza al salir del Colegio. Quedábamos en el puesto de “la Guaxa”. Era ésta una señora de unos sesenta y tantos años, con el pelo recogido en un moño. Usaba lentes. La recuerdo vestida de negro con un delantal a cuadros de alivio. Por los colores, en blanco y negro, y porque puede que le supusiera un alivio efectivo en aquellos fríos días de otoño. Encima de la ropa y cubierta la zona de los hombros y el pecho, una toquilla de lana gris.


Si al llegar allí mi abuela no estaba, era que aún no había acabado de hacer la compra, regateando copines de “fabes”, o haciéndose con el queso azul y el dulce de membrillo en el puesto de la Polesa. Allí compraba también las galletas de Fontaneda que venían en unas grandes cajas de metal de forma cúbica con una tapa circular que encajaba en una de las caras cuadradas. Mi abuela aprovechaba después el recipiente para guardar las madalenas o las galletas que hacíamos las tardes de algunos sábados con el fin de no desperdiciar las natas acumuladas de la leche que era necesario hervir cada día.


Mientras mi abuela redondeaba la compra yo le echaba un vistazo al puesto de la Guaxa. Soldados romanos de plástico, indios, vaqueros, carromatos para las caravanas…y cuentos de hadas. Sabía que mi abuela me compraría uno. Después de leídos los guardaba hasta tener un montón suficiente para poder encuadernarlos. Bareto se encargaba de esta labor. Habilidad que había adquirido de las sabias enseñanzas de su abuelo que había trabajado en un taller de encuadernación en El Humedal, conocido barrio gijonés de la época. Mientras permanecía absorta observando los cachivaches que ofrecía la Guaxa, aparecía mi abuela cargada de bolsas que yo la ayudaba a hacerlas llegar a casa.


Era el miércoles un día con cara y cruz. Me encantaba el momento de espera en la Plaza… Ver el movimiento de gentes, oír el bullicio, escoger el cuento que me compraría mi abuela…Pero al llegar a casa me esperaba la tortura de la comida. Tocaba pote de verduras. Me sentaba a la mesa para comer y me levantaba al oír la sintonía del informativo de Radio Nacional a las dos y media de la tarde. Era la comida más larga de la semana. Cada cucharada un sufrir. Hacía todo lo posible por dar cuenta del contenido del plato. Pero contradictoriamente, en vez de colmar la cuchara y darle rápido a la mandíbula para acabar lo antes posible, iba poco a poco y lentamente alargando el sufrimiento. Ese día no había juego en la calle. Todo lo más disponía de los minutos escasos que empleaba jugando a las cuatro esquinas entre los pláganos que flanqueaban la calle del Colegio, antes de que éste abriese sus puertas cuando sonaban las tres en la campana de la iglesia.
Y vuelta a la rutina escolar hasta la hora de la merienda que permitía de nuevo un breve desahogo antes de proceder al rezo del rosario.


A la salida del Colegio, ese día no iba directamente a casa. Me dirigía hasta el Cine Riera. Los miércoles, sábados y domingos eran días de cine en el pueblo. Y mi abuela, a la que le encantaba el cine, aprovechaba la sesión de las cinco de la tarde del miércoles. Pepe, el portero, ya estaba avisado por mi abuela de mi llegada. Así que me abría la puerta cuando me veía aparecer a través de la puerta acristalada, y, si la película no era para menores (La violetera, Orfeo Negro son algunos de los casos que recuerdo), yo esperaba en el ambigú, sentada en una silla tomando un “boy” de naranja que me daba Emilio, el abuelo de Orlando, que alternaba la función de portero y de camarero en la barra con Pepe. Entretanto ellos veían la proyección a retazos mirando por los cristales circulares que había en la parte superior de las puertas cerradas que accedían a la sala de butacas...


Karen Dinesen


(P.D. La imagen ha sido obtenida en www.mundofotos.net)

lunes, 18 de enero de 2010

AÚN NO AMANECIÓ...





La aurora pasó de largo en mi día

llevándose luna y estrellas.

Aún no amaneció. Sigo en tinieblas...

Vaga el sentir a la deriva...

Camina el alma en sombra y entre nieblas.

Mi gris se funde con el de las piedras

añorando de ayer la amanecida...



Karen Dinesen

martes, 12 de enero de 2010

EL VERANO VA TOCANDO A SU FIN...


Los últimos días del verano y primeros del otoño constituían el preámbulo del comienzo de un nuevo curso. Y con él llegaba el abatimiento y la melancolía. Los días no sólo eran grises por fuera. Dentro del Colegio se respiraba un ambiente frío y tan gris como un nublado.

Sin embargo, los preparativos tenían cierto aliciente. Había que preparar la ropa y demás enseres. Y eso me gustaba. Me encantaba el olor que desprendían los libros, los lápices, la goma de borrar…Aunque este curso aún no me podría desprender de la pizarra, en la que mi abuela colocaba un borrador de tela hecho por ella atado con una cinta a un agujero que, a tal efecto, venía ya preparado en un lateral del marco de madera, yo ya leía con soltura y había comenzado a escribir. Así que, posiblemente, la Hermana Rocío me invitaría a escribir en un cuaderno pautado para hacer caligrafía. Y el Rayas, cuya cartilla ya leí nada más llegar a mis manos. Pero volvería a leerla día a día, página a página siguiendo las indicaciones previstas por la Hermana Rocío para avanzar en el supuesto aprendizaje de la lectura. Estaba así establecido y así se haría. Leer para ser feliz lo haría en tiempo de ocio y en otros libros que me proporcionaría mi familia.

Lo que más me aliviaba era haberme despedido de la Hermana Benita; mi profesora del curso anterior. Era ésta una monja de la edad de mi abuela y con quien, por cierto, se llevaba muy bien. Cruzaban largas parrafadas cuando mi abuela me llevaba hasta la puerta del Colegio y ella estaba recibiendo en la entrada a cuantos íbamos llegando. Tenía la facultad de conversar a la vez que repetía, de forma rutinaria y sin mirarnos, “sin pecado concebida” en respuesta a nuestros buenos días en forma de “avemaríapurísima” mientras nos daba a besar lo que llamaban escapulario, y que no era más que una parte del hábito que vestían. Todo negro menos la parte de la toca que les enmarcaba el rostro. El escapulario era una pieza rectangular con un agujero central para colocarla a modo de casulla encima del resto de la ropa monacal.

La Hermana Benita representaba lo que había sido mi primer contacto con la actividad escolar. Se encargaba de la enseñanza del primer curso de párvulas. (Y digo párvulas porque aunque había también párvulos, de éstos se ocupaba la Hermana Victoria, que también se encargaba de las labores de jardinería en el patio). Mi "querida" Hermana Benita poseía un objeto grandioso, a pesar de su mínimo tamaño, que gozaba de los prodigios de la lámpara de Aladino. Y, aunque resulte extraño, era de una valía extraordinaria para el desempeño de su profesión: un pequeño alfiletero negro. No alcanzaba el tamaño de un pitillo de picadura de los que hábilmente
se preparaba Bareto. Pero, al menos en lo que a mí concierne, estaba dotado de un poder tal que me helaba las venas y me atenazaba los músculos. Lo guardaba en el bolsillo del hábito. Y cuando alguna de mis compañeras adoptaba un comportamiento no acorde con los deseos de la Hermana, lo sacaba y mostraba amenazadoramente mientras le advertía a la pequeña díscola sobre las consecuencias que tendría la persistencia en su actitud: ¡Acabaría por introducirla dentro de aquel tubo negro y diminuto! Yo lo pasaba francamente mal. Nunca supe por qué mi abuela no me sacó del engaño…Bien es cierto que conmigo no necesitaba la Hermana utilizarlo. Pero la sóla presencia del mismo, sujetándolo entre los dedos índice y pulgar mientras lo agitaba en el aire, en actitud amenazadora, ya me ponía los pelos de punta.

Mucho más gratos los recuerdos relacionados con los preparativos colegiales lejos del alfiletero. El uniforme, azul marino, era un vestido de una pieza con la falta tableada y un cinturón. Marrón era el color de los calcetines y los zapatos. Éstos con cordones. Siempre suspiré por unos de marca “Gorila” que, además de venir la compra acompañada de un regalo ( una pequeña pelota de goma verde y dura que permitía un bote perfecto), estaban dotados de lo que entonces se llamaba “suela virgen”. Una ancha suela de goma de un tono claro que les daba cierta distinción. Pero mi deseo se quedó en aspiración. Mis zapatos eran marrones, con cordones y siempre brillantes. Pero nunca fueron unos “Gorila”. Se quedaban en simplemente “monos”, dentro de las limitaciones que exigía el rigor del uniforme. Éste se completaba con un pieza blanca de plástico duro que se colocaba alrededor del cuello, abrochándolo con un botón en la parte delantera haciendo las funciones del cuello de un vestido, y una boina azul marino. Abrigo del mismo color en invierno y chaqueta cuando el frío amainaba. En los acontecimientos de gala llevábamos unos guantes blancos de tela de algodón.

Ya sólo faltaba preparar el cabás o maletín. Era de cartón, color marrón en el fondo de su parte externa cubierta de coloreados dibujos y un cierre metálico. Colocaba con sumo cuidado los materiales que metía y sacaba una y otra vez, mientras los contemplaba, los olía y manipulaba. El lápiz y la goma de borrar iban dentro de un estuche alargado de madera cuya tapa encajaba en un estrecho surco en el borde del mismo por su parte superior, para permitir abrir y cerrar deslizándola. Dentro estaba compartimentado para ajustar los lápices, la goma y el tajalápiz en espacios destinados a tal efecto.

Todo listo para el inicio de las clases. La víspera del comienzo no dormía bien y el desayuno de la mañana no encontraba albergue en el estómago. Así que mi abuela me preparaba unas galletas o cualquier otro suplemento alimenticio de fácil transporte para tomarlo a la hora del recreo. Ella me acompañaba hasta la puerta, saludaba a la Hermana Benita que hacía las funciones de portera anfitriona, esperaba a verme entrar y se iba a hacer la compra, dejándome en la más absoluta soledad.

Me dirigía por aquel pasillo ancho de encerados suelos y altos techos hacia la clase de la Hermana Rocío, con gusanos en el estómago y haciendo sonar en el maletín los materiales que contenía mientras caminaba ligera a pesar de la tristeza que arrastraba como si fuera camino al cadalso. La temperatura exterior no era baja. Pero dentro el ambiente era gélido.
A media mañana se abría una luz... El patio en el que tenía lugar el recreo era un rincón maravilloso. Sólo una pequeña parte del mismo estaba asfaltada. El resto era un amplio espacio ocupado por añosos y acogedores árboles y un extenso jardín en el que yo disfrutaba a veces ayudando en sus labores a la Hermana Victoria. Un claro impagable en la oscuridad de la jornada escolar a la que aún le faltaba un trecho, inmenso a mis ojos, para el final...
Karen Dinesen
P.D. (La ilustración ha sido extraída de:



miércoles, 6 de enero de 2010

ME LAS TRAJERON ...



Las tres rosas me han dejado
con un cielo despejado
que yo no he solicitado.

Mañana las llevo al río
y las suelto en la corriente.
Y el río, que va crecido,
con ellas más que se crece.

Antes de darles destino
soltándolas desde el puente,
una caricia, un pellizco…
Tres pétalos a la fuente.
Compañera en el camino
que también se lo merece.

Karen Dinesen (6 de Enero de 2010)

P.D. Espero que los Magos lo hayan sido con vosotros.
Conmigo, ya veis, lo fueron. Trajeron el cielo azul.

martes, 5 de enero de 2010

CARTA A LOS MAGOS


Pido a los Magos tres rosas
y se las regalo al río.
Por el agua que aún está,
por el agua que se ha ido,
por el agua que vendrá.

Son las rosas las tres rojas.
Por la vida que ha traído
el agua que se está yendo,
la que ya ha tiempo ha partido
y trae la que está viniendo.

Pido a los Magos tres rosas.
Y ya no pido más cosas.
Karen Dinesen (5 de Enero de 2010)

P.D. Bely, disculpa ...Igual no es éste el mejor momento….ya lo sé. Pero no puedo retrasar la carta a los Reyes. Te mando un abrazo. Y, si no te molesta, te dedico la entrada.

viernes, 1 de enero de 2010

LA PALOMA DE LA PAZ EN 2010...



A falta de palomas, vuelan grajos.
Busqué una blanca con rama de olivo.
Hallé una gris con laurel en el pico.
Perdió rama y color. Se fue al carajo.

Pide la dimisión.-¡ Que yo dimito!-
Me gritaba la pobre. Me retrajo.
Le dije que lo intentase con ajos.
-¡Que traen buena suerte, dicen!- digo.

Dice que no. Que está hecha un espantajo.
Que ya sobrevoló todos los frentes,
que en todos intentó hacer hueco abajo...

Y tuvo que salir por pies, caliente,
sin olivo, sin plumas , a destajo…
Que los que pueden no quieren... Presiente…

¡¡ URGE RECAMBIO PARA LA PALOMA!!
Firmantes:
Gentes de Palestina, Israel, Afganistán, Irak, Somalia, Pakistán, Sudán, Colombia, Filipinas, Kurdistán,Sáhara, Yemen, Tailandia, Nigeria, Chad, Caúcaso …
Y todos aquellos que verán vislumbrar la paz cuando puedan llenar el estómago y dotarse de recursos sanitarios para hacer frente a la enfermedad.

Karen Dinesen