miércoles, 28 de abril de 2010

¡VIERNES!




Recuerdo vagamente la época durante la que los miércoles por la tarde, día de mercado, teníamos libre la jornada escolar a cambio de ocupar la mañana del sábado. Pero eso debió afectar a mi primer año de escolarización. Como mucho al segundo, ya que era yo muy pequeña aún cuando el fin de semana comenzaba el viernes por la tarde inmediatamente después de salir del Colegio.

Es difícil trasladar el regocijo que sentía. Como pasar de estar envuelta en gris a vestirme de arcoíris. Mi maletín escolar se desplazaba ligero, adelante y atrás, asido con una mano mientras yo avanzaba saltando rítmicamente hasta casa cogida a mi abuela con la otra. Todo un sábado y casi todo un domingo por delante para disfrutar. La tristeza que me embargaba la anochecida del domingo me impedía disfrutarlo por completo. Así y todo me parecía todo un mundo el que tenía por delante.

Al llegar a casa me esperaba Bareto para hacer la visita a la Biblioteca Pública. Tuve el carnet a edad muy temprana.

El recinto bibliotecario estaba situado en la primera planta de la Casa de España. Éste era el nombre que recibía el edificio que había sido requisado por los nacionales a su propietario: D. Bernardo. No se le conocía a este hombre filiación política alguna, pero bastó el hecho de que hubiera puesto aquella casa de cuatro plantas, en la que no habitaba, al servicio de los republicanos con el fin de darle uso como improvisado hospital, para que no volviera a ser de su propiedad una vez que las tropas nacionales tomaron el pueblo. Además de la Biblioteca Pública, allí se encontraba la sede de la Falange y las oficinas de la Casa Sindical.

Acompañaba yo a Bareto las tardes de los viernes para proceder al cambio de nuestros respectivos libros. Se accedía al recinto por una de las puertas de la fachada que nos conducía hasta la primera planta, a través de una amplia escalera de madera con un pasamanos apoyado en columnillas torneadas. A mí me parecía enorme el lugar. Se entraba a través de una puerta situada a la izquierda de la pared que cerraba por un lado el amplio descanso de la escalera. Era una habitación rectangular. En la pared frente a la puerta se abrían amplios ventanales. En línea con la entrada, a la derecha, sobre una tarima, sentado en su silla se encontraba Don Armando, el bibliotecario. Era profesor de literatura en el Colegio de los niños que dependía de la Diócesis. Un hombre afable, de pocas palabras, peinados hacia atrás sus escasos cabellos, con gafas y un bigotillo al estilo del momento. Bareto y yo procedíamos a saludarle y, después de intercambiar ellos algunas palabras intrascendentes de cortesía, nos dedicábamos a nuestra tarea. Bareto tenía estantes con libros en todas las paredes salvo el espacio ocupado por las ventanas y la mesa de Don Armando. Los libros para niños ocupaban tres estantes en la pared de la izquierda, vista desde la entrada. El espacio abierto estaba ocupado por varias mesas en las que un escaso número de personas consultaba algún documento o procedía a mirar algún libro.

Yo disfrutaba muchísimo en aquel rincón. Recuerdo especialmente una colección de varios tomos de cuentos que tenían su origen en distintos puntos del planeta. Y así me encontraba con cuentos escandinavos, persas, rusos…En uno de esos tomos descubrí el cuento de “Las zapatillas rojas”. Un cuento de Andersen cuya protagonista es una niña llamada Karen a quien le encanta bailar y llega a hacerse con unas zapatillas mágicas que hacían que sus pies se moviesen rítmicamente al ponérselas. Me veía a mí misma con un tutú y las zapatillas rojas realizando todo tipo de evoluciones…giros, saltos, avanzando al ritmo apoyando las puntas mientras mis brazos se agitaban armoniosamente al ritmo de la Barcarola…Y es que por aquel entonces, yo soñaba con llegar a ser un día una bailarina de ballet. Mi abuela llegó a hacerme una sesión fotográfica con el atuendo al estilo mientras yo colocaba mis brazos y mis piernas en las posturas más insospechadas, algunas de las cuales podrían ser una auténtica innovación en el arte. Unas cuantas fotos fueron seleccionadas y tomaron rumbo a Guinea Ecuatorial.

Pues bien…Después de decidir qué libro me llevaría a casa, iba en busca de Bareto que seguía enfrascado buscando el suyo, o ya estaba esperándome charlando animada y suavemente con Don Armando.
Bareto me invitaba a cubrir la ficha mirando de reojo al bibliotecario, sintiéndose orgulloso de mi autonomía para dar fiel cumplimiento a la delicada tarea. Era la ficha de un color rosa apagado y una textura áspera. Para cubrirla, Don Armando me proporcionaba una pluma de plumín y un tintero. Cuidadosamente, introducía la pluma en el frasco de tinta y, para evitar borrones, recudía la pluma suavemente sobre el borde del mismo, procediendo después a escribir con aquella letra infantil pero de trazo claro y uniforme, bajo la atenta y ufana mirada de Bareto. Posteriormente él hacía lo propio y nos íbamos felices camino a casa pensando en llegar al calor de la cocina donde esperaba mi abuela preparando la cena mientras mi tío le daba al inglés o escribía sus reflexiones en aquellos cuadernos de hojas rayadas y amarillentas con su lápiz de mina morada al que le sacaba punta con ayuda de una pequeña navaja.

Algunas noches, mi abuela daba satisfacción a mis demandas y me preparaba una tortilla dulce. Estaba hecha con trozos de miga de pan remojados en leche que echaba sobre el huevo batido en un plato antes de depositar la mezcla en la sartén. Una vez hecha, la salpicaba de azúcar. Me relamo recordando.

Después de cenar, mi tío y yo conversábamos (más bien él hablaba y yo escuchaba) mientras mi abuela planchaba la sábana bajera de mi cama con ayuda de las planchas de metal que calentaba sobre la chapa de la cocina. La finalidad, restarle la posible humedad que hubiera absorbido la tela a lo largo del día. Yo me ponía el pijama de felpa y sonreía sólo de pensar en el rato feliz que me esperaba antes de dormir mientras leía el libro y calentaba los pies en la bolsa de agua caliente que mi abuela me había preparado. Ella me acompañaba y daba el último toque a la cama después de taparme permitiendo sacar mis brazos por encima del embozo para poder leer y sometía sábana y colcha por el lateral que quedaba libre, al estar la cama pegada a la pared. Y a soñar mientras leía prolongando después el sueño, durmiendo plácidamente, consciente de que no tenía que acudir al Colegio al día siguiente.

Karen Dinesen



(P.D. La foto pertenece a la "Casa España". Actualmente es un hotel.)

lunes, 19 de abril de 2010

DE CUERPO, ALMA Y AMOR...

Cada vez que mi tío escuchaba alguna crítica sobre el adulterio o la falta de compromiso exclusivo de alguien con otro alguien a la hora de compartir tiempo y cama, siempre sentenciaba con la misma frase: "Yo prefiero un bombón a medies que una mierda pa mí solu".

Está soltero y pienso que por opción. Le lleva demasiado tiempo buscar la verdad iluminado a golpe de candil. No tiene demasiado tiempo para ocuparse de otros menesteres. Pero no dejaba yo de darle razón en el aserto.

Porque ¿Qué queda después del placer, que no desdeño, de poseer un cuerpo? Cierto que puede hacerse de ese instante algo sublime si el arte y la suerte nos acompañan. Pero el acto de amor carnal mantiene intacta la autonomía de quienes a ello se prestan. -Me fue muy grato...un placer....hasta otra- La mente se va despejada. Y el otro pasa al olvido sin traumas, yéndose el cuerpo libre de enganches... Queda, eso sí, el recuerdo del momento. Para rememorar internamente de cuando en cuando.

Sin embargo el diablo, que es listo por viejo más que por diablo, desprecia el cuerpo y se dedica a comprar almas. Que se lo digan a Fausto...

Que te roben el alma es lo valioso para quien la sustrae. Quedarte con el alma prendida del alfiler de corbata del secuestrador ocasional es una faena. No hay forma de quitártelo de encima ni por un momento. Vayas dónde vayas llevas arrastras contigo al ladrón de espíritus. Porque te lo tiene agarrado de tal forma que no hay manera de desengancharlo. Y el cuerpo carga con el alma tocada para los restos.

No obstante, aquéllos que priorizan lo material prefieren el cuerpo. Y en exclusiva. Que el espíritu es invisible y quieren hacer ostentación de sus posesiones.

Menos mal que existen hombres como Pablo Milanés.


Karen Dinesen

miércoles, 14 de abril de 2010

VISITA AL CEMENTERIO (2)



Continué realizando la visita al cementerio a las fosas comunes del Sucu una vez al año...Durante mi infancia de la mano de mi abuela cada primero de Noviembre. Más tarde, durante mi juventud y hasta el día de hoy, volví anualmente cada 14 de Abril. Algunos de los últimos años participando en el acto organizado por el Ateneo Obrero y la Sociedad Cultural Gijonesa. Hoy acudí en solitario.


Esta mañana tuvo lugar la inauguración oficial de un monumento en el que aparecen escritos los nombres de todos y cada uno de los ejecutados en el paredón del Sucu, cuyos restos reposan en las cuatro fosas comunes que fueron dignificadas durante la dictadura gracias a la gallardía, el empeño, la constancia y el esfuerzo de Doña Rafaela, respaldada por familiares de quienes tenían allí a sus seres más queridos , convertidos en un referente de vida permanente.


Hoy, a mediodía, después de comer y antes de volver al trabajo, di fiel cumplimiento a mi cita anual con mis abuelos. Iba nerviosa...expectante...Llegué a la explanada del aparcamiento pasadas las dos de la tarde. Cuando bajé del coche una ráfaga de viento me dio la bienvenida. Lucía el sol y templaba la fresca temperatura. Entré por la puerta y enfilé el pasillo central hasta el final dónde se encuentran los escalones que descienden hasta la planta en la que se encuentran las fosas. Giré la vista a la izquierda. Allí estaban. Detrás, el monumento de reconocimiento a las víctimas. Avancé con ligereza. Y , sin detenerme, fui directa hasta las losas dónde figuran los nombres de los ejecutados. Precipitada e impacientemente busco la fecha que encabeza cada uno de los listados: 1938. El orden alfabético facilita rápidamente la localización: Jove Suárez, Constantino. Coincide el nombre de uno de mis abuelos justo en línea con la placa de reconocimiento que figura en una de las caras del poliedro que hace de columna central. De cada una de las aristas parten los paneles negros sobre los que figuran los nombres con letras blancas. Busco ansiosa el nombre de mi otro abuelo: Crespo García, Joaquín.


No me resulta fácil trasladar la emoción. Rompí a llorar sin poder explicarme por qué. Toda mi vida acudiendo año tras año al mismo lugar sin albergar duda alguna sobre la ubicación allí de los restos de mis abuelos. Teníamos la certeza de que era así. Sin embargo, el hecho de ver escritos sus nombres...no sé...fue como una confirmación de lo ya sabido... o una simbólica, instantánea y efímera resurrección...o una forma de visibilizar lo invisible...


Algo tan sencillo, aparentemente intrascendente, como ver plasmado el reconocimiento a la digna labor de mis abuelos en su contribución a la defensa de la República, fue un momento tremendamente emotivo e importante para mí.


Tengo pendiente otra visita en breve. Esta vez no acudiré sola. Mi madre y mi tío me acompañarán.


Karen Dinesen

VISITA AL CEMENTERIO (1)


1 de Noviembre…Festividad de todos los santos, víspera de difuntos y celebraciones en los cementerios. Tocaba llevar flores frescas para renovar las ya decaídas de la última visita.


Mi abuela, mi tío y yo acudíamos ese día al Cementerio de Gijón. Por aquellas fechas se estaban construyendo cuatro fosas, numeradas del 1 al 4, para dar albergue a los restos de cuantos republicanos habían sido fusilados en el muro del cementerio durante los años que tuvo lugar la Guerra Civil y cuyos cadáveres habían sido enterrados en una fosa común tras la ejecución. Sobre la tierra que los cubría colocaban un trozo de madera en el que, con pintura, escribían la fecha del acontecimiento: 11 de marzo de 1938 era la que aparecía sobre la tierra que cubría el cuerpo ya sin vida de mi abuelo.


Mi abuela contaba cómo llegó a enterarse del luctuoso hecho por Mercedes; una amiga que vivía cerca del cementerio y veía pasar el vehículo con los condenados a muerte. Mi abuelo le dio su cartera a un Guardia Civil que les acompañaba en ésa, su última madrugada, con la finalidad de que la hiciese llegar a mi abuela. Y llegó. Dentro guardaba fotografías y un papel de fumar en el que les dirigía a su mujer e hijos unas últimas palabras. En una de las fotos, de las que llamaban “de estudio”, aparecían inicialmente mi abuela, mi madre y mi tío. Es una foto en sepia, impresa en un papel fotográfico grueso. Esa característica le permitió a mi abuelo hacer un trucaje que hoy resolvería sin problema alguno cualquier programa informático de fotografía. De una foto suya recortó el perfil de su rostro y lo incrustó literalmente en la foto del trío, colocando su cabeza al lado de la de mi abuela y pasando el trío a ser un cuarteto que recogía una feliz imagen de la familia al completo. Por detrás, entre la fecha y su firma, una frase: “Os llevo en el corazón”. Y recíprocamente también mi abuela y sus hijos lo albergaron en el suyo. Por eso estábamos allí cada 1 de Noviembre.


Al llegar a Gijón cogíamos el tranvía que nos dejaba en Los Campos. Desde la parada hasta la cruz de Ceares, ascendíamos a pie por una calle sin asfaltar flanqueada de pláganos a ambos lados. Una vez en Ceares ya faltaba poco para llegar al Cementerio. Allí nos encontrábamos con conocidos que también acudían a visitar a sus muertos. Y con Rafaela. Era ésta una señora ya entrada en años que, con ilusión, coraje y valentía, peleaba arropada por el resto de personas que allí se concentraban en esas fechas, para conseguir unas tumbas dignas para mis abuelos (materno y paterno) y los de otros niños, padres de nuestros padres, maridos de nuestras abuelas, hijos o hermanos….

Después de depositar las flores, intercambiar en silencio palabras de amor, y rezos en algún caso, volvíamos por el mismo lugar por el que habíamos llegado hasta allí.
A la altura de Los Campos mi tío se despedía de nosotras y se iba mientras mi abuela y yo nos acercábamos hasta el Coto. En un lugar muy cerca de las cocheras de los tranvías vivía una tía de Bareto y mi abuela aprovechaba la proximidad para hacerle una visita antes de dar por cerrado el día en Gijón. Volveríamos más veces y, aunque no visitáramos el cementerio, el abuelo estaba siempre presente. En todo tiempo y todo espacio…


Karen Dinesen